ANTONIO F. JIMÉNEZ
Jarrea, como dicen en el norte, y en el primer sentir del frío abrimos los armarios lentamente, dejando que el olor del entumecimiento de la ropa gruesa nos devuelva el efluvio del invierno. Quizá un jersey fino nos dé aún calor dentro de la casa, pero afuera, con el garrote del paraguas en una mano y la grisura de la lluvia en los ojos, la lana arropa. El libro también abriga, dice Umbral. En estos días pluviosos, de amaneceres de martilleo grácil sobre el tejado y noches de ducha bajo las farolas, recordé un título: Lo que escucha la lluvia. El autor es Francisco Solano, crítico literario de Babelia. A Solano lo traté unas semanas en Madrid, cuando dio unas clases en mi máster. Tenía la piel bastante pegada a la calavera, la perilla hirsuta y un languideciente estado de ánimo; aunque sus ojos acuosos se vivificaban si se hablaba de la novela del Diecinueve. El día que se despidió nos trajo a la escritora Lourdes Ortiz y yo pude verles charlar a lo lejos, minutos antes de empezar la clase: sentados en un banco, bajo un Cedro del Líbano, una tarde neblinosa; él de perfil, como entrevistándola, y ella mirando al frente. Me gustó contemplarles así, como quien escucha desde la ventana una conversación confidencial de la calle. Como el murmullo de voces ignotas. No lo digo yo, lo dice la breve biografía de la solapa del libro: “Francisco Solano es una de las voces más singulares de la narrativa española pero también de las más secretas…”. Tenía la cara ligeramente acartonada y una tristeza inminente. Afuera sigue lloviendo. Abro Lo que escucha la lluvia y leo una voz potentísima indagando las posibilidades de la narrativa, palpitando en cada palabra, en cada signo de puntación. Una escritura lenta y cobijada. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan secretas.