Ya en la calle el nº 1042

Una tradición de padres e hijos. La Carrera de los Caballos del Vino

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

MARÍA GARCÍA

Antonio Gómez, de 54 años, caravaqueño y caballista, corrió en 2017 con sus dos hijos mellizos, entonces de 16 años, agarrados al caballo de la peña Zuagir. Dos generaciones y dos maneras de vivir la fiesta juntas en un mismo caballo.

Antonio empezó a correr con 16 años cuando fundó una peña con sus amigos del barrio del Carril y la Puentecilla, que más tarde desapareció, la peña El Capricho. “El Flores, El Chules, Dioni, El Polo, El Juan, éramos ocho o diez chavales”, recuerda. Tras disolverse, les propusieron con empeño incorporarse al Fogoso, porque había peligro de que desapareciera, pero finalmente no entraron.

Antonio recuerda cómo era la cuesta de su juventud, menos multitudinaria, con métodos rudimentarios de cronometraje, y donde casi siempre ganaban “Los Ronos con el Terremoto o Los Frenos, porque llevaban caballos que corrían”. Advierte que la carrera se ha profesionalizado y las fiestas se han homogeneizado, misma vestimenta, música, mantos nuevos (porque antes había dos bloques, uno para mantos nuevos y otro para los que se repetían) y existe una cuota y comidas para los peñistas.

Más tarde, como componente de la peña Zuagir, volvió a correr “siempre me he encontrado bien físicamente, para los tiempos de una carrera de primera no, pero para correr sí”, aclara. Sus hijos fueron creciendo y él observaba que aumentaba su interés por ser caballistas, hasta que con 16 años corrieron con él. “Éramos cuatro con Alberto, fue inexplicable los dos años que corrí con ellos, pero sobre todo el primero, eran muy pequeñines, es algo que cuesta trabajo explicar”, dice emocionado. Reconoce que al subir y comprobar que la carrera era válida, su hija y su cuñado que los esperaban al final, se emocionaron y todos se fundieron en un abrazo. “Tres de la misma casa corriendo la cuesta en el mismo caballo no se suele dar”, añade.

Piensa que quizá haya tenido alguna influencia en sus hijos pero también cree que el sentimiento festero es algo que se despierta en la mayoría de caravaqueños, “lo desarrollamos porque sí, porque lo ves en la calle, lo vives y te contagias”. A la vez menciona las dificultades que ambos jóvenes han sufrido por tener que irse de su peña de toda la vida para poder correr, “les ha costado muchísimas conversaciones, muchas dudas y no se han ido ellos convencidos”, puntualiza. Explica, que ese sentimiento de arraigo que uno siente hacia su grupo es lo que define a un caravaqueño como festero, ya sea caballista, moro o cristiano.

Ahora lo vive en la sombra, se encarga de vestir al caballo y llevarlo durante toda la mañana, junto a otros compañeros, para que los corredores no estén pendientes de eso, “esa mañana su trabajo es subir la cuesta y hacerlo lo mejor que puedan, los demás velamos porque eso sea así”, finaliza.

El testimonio de Antonio es el de muchos padres caravaqueños que han sido caballistas, con la peculiaridad de que él ha corrido con ellos sus primeras carreras, y ahora viven la mañana del día dos con un nerviosismo distinto por ver a sus hijos correr.

Nuestra primera carrera

Daniel y José Gómez

Primavera de 2017. Un padre acompañado, por sus dos hijos mellizos de 15 años, camina por la huerta caravaqueña:

– Bajo ningún concepto quiero que, si alguno de vosotros se cae, el otro le recrimine nada. Ante todo, lo más importante en esta fiesta es el respeto al compañero.

Acababan de decidir que ambos, padre (Antonio Gómez) e hijos (José y Daniel Gómez), subirían juntos la cuesta del castillo con la peña Zuagir.

A partir de ese momento, multitud de sentimientos: ilusión, incertidumbre… Seguramente, todos los que participan de esta particular tradición también conozcan a la perfección esas sensaciones.

Ha llegado el día.

Suena el despertador, tras una noche del día 1 de mayo sin poder conciliar el sueño, y la familia se levanta muy temprano para participar del bonito ritual por el que se engalana al caballo con esos bellos mantos que más tarde deslumbrarán a la luz del sol.

Aplausos, vítores, felicidad cuando el caballo aparece vestido ante su peña, y en el fondo de la escena, dos hermanos con el estómago encogido, un padre y una madre no menos nerviosos que, como cada año, ajustan los pañuelos y fajas a sus hijos.

Después de completar todos los pasacalles, la tensa espera La Soledad: palabras de ánimo de familiares y amigos se suceden, pero los corredores ya no tienen oídos para nadie.

Ya estamos entrando entre la multitud agarrados al caballo. El padre se gira para asegurarse que los hijos ya están preparados. Ruido alrededor, pero silencio es lo que ellos escuchan.

Tras poco más de 10 segundos, llegan arriba y el padre se abraza con sus dos hijos y su otro compañero (Alberto García), quienes intentan guardar en la mente esos segundos que han pasado tan rápido.

Evidentemente en vano, porque lo que perduran son las sensaciones, esas imágenes, como la de un orgulloso padre corriendo con sus dos hijos durante las fiestas del año 2017.

Esta es la bonita historia de la familia Gómez Marín, una de tantas que este festejo nos deja cada año y que lo convierte en “único, insólito y pasional”.

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