Ya en la calle el nº 1041

La edad de la inocencia

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])/Francisca Fe Montoya

Nadie quiere ser hoy viejo, anciano o decrépito; es posible que nunca haya sido plato de buen gusto y que nunca haya estado del todo de moda, pero reconozcamos que en algún tiempo ser mayor, llegar a una edad avanzada tenía su mérito y obtenía cierto reconocimiento por parte de la sociedad. Los abuelos no lo eran por desecho ni por defecto, sino por la acumulación de experiencia, sabiduría y templanza, aunque, en realidad, esto no fue nunca cierto del todo, y siempre hubo hombres y mujeres en edad provecta cuyos únicos méritos eran el cúmulo de años que habían ido desparramando a su paso por la vida, sin que ninguno de ellos supusiera ni un atisbo de riqueza personal o avance humano, porque haber ha habido de todo en cualquier época.

 

PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA

Nadie quiere ser hoy viejo, anciano o decrépito; es posible que nunca haya sido plato de buen gusto y que nunca haya estado del todo de moda, pero reconozcamos que en algún tiempo ser mayor, llegar a una edad avanzada tenía su mérito y obtenía cierto reconocimiento por parte de la sociedad. Los abuelos no lo eran por desecho ni por defecto, sino por la acumulación de experiencia, sabiduría y templanza, aunque, en realidad, esto no fue nunca cierto del todo, y siempre hubo hombres y mujeres en edad provecta cuyos únicos méritos eran el cúmulo de años que habían ido desparramando a su paso por la vida, sin que ninguno de ellos supusiera ni un atisbo de riqueza personal o avance humano, porque haber ha habido de todo en cualquier época.
La edad de la inocenciaPero los viejos de mi infancia lo eran de verdad y se les respetaba como a los ancianos de la tribu. Ellos sabían de las cosechas, de la luna y del clima y si afirmaban que al día siguiente llovería o que aquella noche iba a helar, podíamos estar seguros de que, en efecto, así sucedería.
Para los muchachos de la Calle del Castillo constituían estatuas de piedra esculpidas sobre los poyos o sobre las sillas de anea; los oíamos hablar, pero apenas si los escuchábamos, los veíamos liar aquellos desordenados cigarros de picadura, encenderlos con una brasa de la chimenea o con el mechero de piedra y fumar con la parsimonia de las criaturas que ya no temen al tiempo porque ya no tienen prisa. Unos y otros asumíamos nuestros límites y nuestras querencias, tal vez porque nos hallábamos muy lejos y porque ese espacio no era otra cosa que el misterio de la vida.
Quizás nos miraran con el asombro de los que, a pesar de su mucha edad, todavía no habían descubierto el enigma que bulle en un cuerpo menudo, de muy pocos años, mientras salta, corre y da patadas a una pelota vieja de plástico. De cualquier manera entonces los veíamos revestidos de una evidente dignidad, casi orgullosos de sus años y de su piel cuarteada.
Hoy todo el mundo huye de la vejez, porque todo el mundo se considera joven a ultranza y no parece haber un límite, una frontera entre el espacio del vigor y de la esperanza y el espacio de la resignación y de la memoria. Ya nadie es viejo a los sesenta ni a los setenta y casi cuesta trabajo tildar de anciano a un hombre o a una mujer que han cumplido ocho décadas. Esta manifiesta vocación de eternidad ha cruzado ya los límites de la banalidad y de la estupidez, porque nos resistamos o no, la evidencia nos está esperando en algún lugar del futuro de un modo inexcusable.
La culpa de todo esto la tiene, en parte, esa tendencia de hace unas décadas a valorar en exceso todo lo joven, lo terso y reciente en detrimento de lo ya hecho y seguro que era lo primordial en los años de nuestros padres y de nuestros abuelos. La pujanza, la fuerza, la energía, la potencia y la agilidad se han ido imponiendo a la prudencia, la reflexión, la mesura y la sabiduría hasta límites inauditos en otros siglos; de manera que el primer puesto en la cola del paro, en el ámbito del deporte, e incluso en el arte y en la literatura casi está reservado a las nuevas voces y a los nuevos talentos, porque la fe de hoy, nuestro credo más profundo, se ha desplazado hacia la edad de la inocencia.
Ya no hay viejos en las calles, sino eternos aspirantes a una madurez que linda a veces con el ridículo.

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