Ya en la calle el nº 1041

Emilio Giménez el Linero

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

JOSÉ ANTONIO MELGARES/CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA

En los años del ecuador del pasado siglo XX, época a la que habitualmente me refiero, se repartían el negocio del taxi en Caravaca Jesús Castaño, Pepe Barrancos, Pepe “el Polvorista”, los hermanos Contreras, Pepe “Playera”, Antonio “el de Evelio”, Constantino, el Paquillo y Emilio Giménez García, hijo de Antonio “el Linero (dueño del horno de la Plaza Nueva), y su esposa Antonia García.

Emilio, de quien hoy me ocupo, vino al mundo en 1905, siendo el penúltimo de siete hermanos: Antonio (que tenía el puesto de churros en la Plaza de Abastos), Juan (camarero del bar “los Yemas”), Pepa, Carmen, Ginesa y Paz (que heredó el ya citado horno).

Muy joven se colocó como chofer, en Madrid, con el empresario caravaqueño Manuel Álvarez Moreno, iniciándose en el mundo del automóvil del que no se separó en adelante. Contrajo matrimonio, en segundas nupcias, durante la guerra civil, con Carmen Martínez Moreno, llevándola consigo al frente de Linares donde ejerció como conductor de vehículos militares. Durante la contienda le fue requisado en Caravaca su primer taxi, por lo que al final de la misma hubo de adquirir otro, ayudado económicamente por sus hermanas.

Establecido definitivamente en Caravaca, alquilo una casa en el número diez de la antigua C. “Don Fernando” (actual poeta Ibáñez), que con el tiempo compró a sus dueños, una familia de La Almudema. Allí nacieron sus hijos: Antonio (que falleció de corta edad), otro Antonio y Francisco. En el bajo de la casa abrió comercio su esposa, a manera de bazar, donde se podían adquirir, entre otras cosas, productos alimenticios envasados, vino a granel que le suministraba Juan Elum de las bodegas jumillanas de Asensio Carcelén, licores sueltos suministrados por “Bodegas Tudela” de Caravaca; leña y piñas que traían de la sierra, en arpilleras, leñadores varios, y alfalfa fresca, para los animales, cuya venta se anunciaba con un manojo de ella colgado en la puerta de entrada.

La única parada de taxis autorizada por el Ayuntamiento se encontraba frente al bar “La Oficina”, el “Hotel Castillo” y “El Rancho Grande”, donde hoy se encuentra el edificio de Correos, en la intersección de Maruja Garrido y la Gran Vía. Aquellos bares, sobre todo “la Oficina” eran el lugar donde todos ellos se reunían en alegres partidas de “dominó”, mientras aguardaban la llegada o la llamada telefónica de los clientes, llamadas que se hacían al número del propio establecimiento, a cuyos camareros obsequiaba Emilio con alguna que otra propina para que le avisaran a él en lugar de a otros colegas. A veces los servicios se contrataban llamando al teléfono de su domicilio (entonces el 353), que utilizaban vecinos y amigos a los que nunca puso pegas para hacerlo.

El taxi de Emilio tenía servicio las veinticuatro horas de todos los días del año, pues su dueño nunca tuvo pereza para atender llamadas durante el día o la noche, por lo que su coche, con matrícula de Madrid 166104 circulaba a todas horas por los caminos y carreteras de la comarca, la provincia y toda España sin concesión alguna al descanso.

Aparcado siempre en la calle, en una época sin problemas de tráfico aún, atendía cualquier servicio a cualquier hora, teniendo como clientes fijos, entre otros, a Telesforo Baquero, El “Ferrero”, Juanito el “Mosca”, el alcalde Antonio Guerrero, D. Antonio el médico de Topares, mozos que iban a ver la novia a la vecina Cehegín; militares que, en grupo, viajaban los domingos por la noche a sus cuarteles de Murcia y Cartagena. Los polvoristas que se desplazaban a las ferias de la Región y muchos clientes en desplazamientos a Murcia, Madrid, Valencia y Barcelona para visitas a médicos especialistas, así como a Valencia para recomendar a jóvenes en edad militar protegidos por la “Leontini”.

A veces, cuando el trabajo escaseaba, había que ingeniárselas con ardides tales como adelantarse a “La Alsina” ofreciendo sus servicios a quienes aguardaban la llegada del coche de línea en la cuneta de la carretera. Cobraba lo mismo pero llevaba a los viajeros hasta su destino y los devolvía hasta la puerta de sus casas, en su lugar de origen, al concluir sus ocupaciones en la capital.

Le prepararon el coche en un taller de Murcia aumentando su capacidad a siete plazas, que siempre conseguía llenar, utilizando para el equipaje el maletero y la baca.

Hombre de muy buen trato, afable, cariñoso, chistoso; aficionado a los toros llegó a participar en una charlotada local benéfica. Contó siempre con muy buenos amigos, entre los que no olvidan sus hijos a Antonio Andréu Salazar, Pepe Ansón, Juan “el Picaor” y Antonio Reinón, con quienes solía reunirse a jugar a “dominó” en el que era un verdadero experto.

Nunca dejó de participar en el ritual semanasantero del “Aleluya”, en la mañana del entonces “Sábado de Gloria”, frente a la iglesia mayor del Salvador, gustando también de la práctica de acumular pequeñas piedras durante el “toque de gloria” en las torres y espadañas de la ciudad, que junto a otras personas tiraba por la ventana de su casa a la calle cuando descargaban las tormentas primaverales y estivales a las que temía, como mucha gente de su tiempo.

Cuando los años se fueron acumulando en su cuerpo, contó con la ayuda de su hijo Francisco en viajes sobre todo nocturnos. Pensó en jubilarse, con 66 años, pero la muerte le sobrevino repentinamente, el 8 de noviembre de 1971, al pie del cañón, mientras aguardaba un nuevo servicio en la puerta de Miguel Tesías (hoy Bar Parada). De nada valieron los auxilios que de inmediato le prestaron los servicios sanitarios en la Casa de Socorro, entonces en “El Pilar”.

A pesar de los años de su partida, Emilio Jiménez es recordado con afecto por quienes le conocieron, y también por quienes supieron de él a través de aquellos. En el mundo del taxi caravaqueño dejó su propia huella, y en la población un hueco que nunca nadie llenó.

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