Ya en la calle el nº 1041

El colegio Niño Jesús de Praga

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

José Antonio Melgares Guerrero/ Cronista Oficial de Caravaca y de la Vera Cruz.

Otro de los centros educativos particulares que durante casi dos tercios del S. XX suplió las carencias de la enseñanza pública en Caravaca, fue el que regentaban los PP. Carmelitas Descalzos en la planta baja del edificio del viejo convento del Carmen, ocupando parte de lo que hoy es Hospedería de Peregrinos. Como la Escuela de D. Vicente también fue herido de muerte por la conocida Ley Villar Palasí de 1970, cerrando definitivamente sus puertas al concluir el curso escolar 1973-74.

Colegio Niño Jesús. Año 1962
Colegio Niño Jesús. Año 1962

El centro fue fundado en 1915 a instancias del caravaqueño D. Félix Martínez Carrasco. La Orden Carmelita no contemplaba, ni contempla, en sus constituciones este tipo de actuaciones docentes, pero se hizo una excepción como servicio a la sociedad local y los superiores de la misma autorizaron la apertura del centro escolar referido, en un tiempo en que la enseñanza no estaba tan reglada como ahora y las carencias educativas de la población española eran cuantiosas.

Los primeros alumnos de aquel centro fueron, entre otros, Carlos Ródenas y Mariano Martínez Carrasco, mientras que los primeros frailes profesores lo fueron el P. Ángelo y el P. Alfredo.

Lo que inicialmente se concibió como centro de enseñanza primaria, se completó hasta la llegada de la II República en 1931, con estudios de enseñanza media, los cuales pasaron desde aquella fecha a la Academia Reconocida regentada por D. Ángel Dulanto, que luego se convirtió en instituto durante la república, en el edificio del antiguo Sanatorio del Dr. José de Haro, en el lugar de Los Andenes (Hoy Avda. de Sánchez Olmo y siempre Carretera de Moratalla).

Fuimos muchos los niños de la localidad que iniciamos nuestros estudios en aquellas aulas carmelitanas, y muchos los frailes que fueron nuestros mentores a lo largo del tiempo. Entre otros mencionaré a los padres Rodrigo, Ángel María, Jacobino, Salvador, Germán, Alfonso (caravaqueño él) o Felipe, para la generación de mis mayores. Amado, Gabriel, Segismundo, Pedro Tomás, Daniel, José Manuel o Ángel Carrilla para la nuestra; y de los padres José León, Pedro Cárceles, Manuel Conesa, Dionisio Tomás o Juan Vich para los más jóvenes, siendo este último a quien le cupo el dolor de cerrar el Colegio, tras haber cursado los preceptivos estudios de Magisterioen la escuela Normal de Murcia, requisito obligado (pasado el tiempo) para poder regentar legalmente el centro docente.

Entre el profesorado no sólo hubo frailes, sino que como apoyo suyo recordamos con cariño nombres de seglares como el de D. Ramón García Álvarez, quien comenzaba en los primeros años cincuenta su vida profesional, terminándola hace pocos en el Instituto local Ginés Pérez Chirinos y en la Universidad nacional a distancia, y el de Esperancita López, quien en los últimos años se ocupó de los párvulos.

También recordamos, como en una vieja fotografía impresa en la mente, aquellos desvencijados pupitres individuales de madera, que llamábamos bancas, manchados de tinta, con agujero redondo para introducir el tintero de vidrio, y con tapa que se abatía para almacenar en su interior nuestros libros y cuadernos. En la vieja fotografía mental también se advierten aquellos mapas políticos de España, colgados en las paredes, con las provincias agrupadas de Castilla la Vieja y la Nueva, así como los reinos de Murcia y León entre otros, antes de la actual división administrativa impuesta en el sistema de las Autonomías. La estufa de de hierro, que cada mañana de invierno se cargaba de aserrín, con un bote de hojalata lleno de agua sobre ella, para que el ambiente no se resecara en exceso, lográndose finalmente el efecto contrario pues, de tanta humedad, los cristales de las ventana acababan chorreando agua y hasta el encerado, con lo que la tiza no escribía, a una vez escrito y seco no se podía borrar.

El rendimiento escolar se plasmaba cada mes en el esperado, o temido, boletín, que llegaba a nuestros padres por correo, el cual servía no sólo de recibo de la mensualidad (40 pts, más 2´50 pts de material y 5 por desgaste, con un montante total de 47´50 pts en mayo de 1958), sino también de información a los padres sobre comportamiento y aseo personal.

El boletín contaba de dos partes bien diferenciadas. A la izquierda y junto al anagrama del centro se incluía la información sobre conducta, aplicación y ausencias con valoración numérica de 0 a 10, y los conceptos por los que el colegio percibía el abono de la correspondiente mensualidad. A la derecha el valor de las notas obtenidas, también entre el 0 y el 10 complementada con una franja diagonal de diferente color, según el aprovechamiento de cada cual. El color azul de la franja equivalía al sobresaliente. El rojo al notable. El verde al aprobado. El rosa suspenso y el negro al rematadamente mal, de difícil o imposible recuperación.

Pocas diferencias había en lo fundamental con la vida académica de la escuela pública. Sí que las había, sin embargo, en ciertas prácticas que hoy consideraríamos complementarias y que afectaban al ideario del centro. Por ejemplo, al concluir cada jornada, a medio día y por la tarde, todos en pie, junto a nuestros pupitres, cantábamos el himno que comenzaba diciendo: A tus plantas oh Niño de Praga… y concluía: Adiós dulce Niño, adiós tierno infante, adiós dulce amante, adiós adiós adiós…A continuación el padre de turno detenía los vehículos que transitaban por la carretera (pocos entonces), a las puertas metálicas del patio, mientras cruzábamos veloces aquella peligrosa vía, camino de nuestros domicilios.

Teóricamente todos los escolares formábamos parte de la cofradía infantil de Praga, sin ninguna obligación más que la de asistir los domingos a misa de nueve en la iglesia del Carmen. La cofradía figuraba corporativamente en los cortejos procesionales de la Cruz y el Corpus Cristi y, sobre todo, en la de la Virgen del Carmen cada 16 de julio con su bandera al frente, cargando con el pequeño trono del Divino Infante que todos pugnábamos por llevar.

El Colegio contribuyó, durante su dilatada existencia temporal, a la formación integral de muchos caravaqueños, supliendo (como ya he dicho) carencias culturales, deportivas y de animación a las que hoy atienden las administraciones públicas. Tuvo su propio equipo de fútbol que rivalizó con otros locales en los años del brillo futbolero caravaqueño. Se hacían periódicamente representaciones teatrales y se llevaban a cabo actividades lúdicas dignas de recuerdo, mezcladas con otras de atención espiritual y humana para cuya práctica nunca estaban cerradas las puertas del Colegio, ni tampoco del Convento, todos los días del año; y en su seno (recordemos también) nacieron los clubes juveniles de los que los padres Dionisio Tomás y Juan Vich fueron activos fundadores y mantenedores durante lustros, ya en los años finales de su existencia y época posterior al cierre.

Casi treinta años después, el recuerdo del viejo Colegio permanece en la mente de muchas generaciones de caravaqueños, a pesar de las transformaciones habidas en el mismo, como una foto de perfiles amarillentos asida al álbum de la memoria colectiva local.

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