Ya en la calle el nº 1041

Un viejo puente sin futuro, por Pedro Antonio Martínez Robles

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Guardo un vago recuerdo de aquellos viajes que hacía con mi abuelo Juan a la finca de la Quinta, en el primer lustro de los años sesenta. Yo era entonces muy pequeño y hacía aquel camino la mitad a pie y la otra mitad subido a horcajadas sobre el lomo de la burra, encima de un serón no muy bien sujeto que en una ocasión, bien me acuerdo, me hizo dar con la cabeza en el suelo. Para llegar hasta la Quinta había que vadear el Argos, al final (o al principio, según se mire) de la Cuesta Blanca. Entonces el camino aquel era poco más que una trocha de tierra y pedregal que serpeaba entre bancales, y en el río no había más puente que un madero largo para quien no quisiera meter los pies en el agua. Durante muchos años aquel madero largo permaneció anclado sobre el cauce del rio, y salvo las bestias de labor, que tenían que cruzar necesariamente las aguas del vado mojando sus cascos, todos pasábamos por la estrecha superficie de aquel madero que hacía las veces de puente, con la excepción de los costaleros que traían y llevaban de año en año por Semana Santa las andas del Ecce-Homo, confinado 360 días en su ermita y cinco (de Martes Santo a Domingo de Resurrección) en el pueblo. Aquellos costaleros no podían, como es de imaginar, pasar por encima del estrecho puente con el trono a hombros, por lo que debían subir las perneras de sus pantalones y atravesar el vado en un ritual que llegó a perderse tras la construcción del puente, a principios de los años setenta, y recuperado hace dos o tres lustros en una ubicación del río que dista unos metros de la original, y que se encuentra precisamente frente a ese madero que desde hace cincuenta años reposa a la orilla del camino y en el que, en apariencia, nadie repara.

Ese puente improvisado que alguien colocó allí en un tiempo inmemorial, sirvió de paso durante décadas, quién sabe si durante una centuria o más, hasta que llegó el día y la hora de construir un puente de hormigón con sus barandas de hierro y sus arcadas para comunicar con cierta comodidad y decencia el pueblo con las huertas del Argos, sus cortijos y la pedanía de Valentín. Pero como suele ocurrir con todo lo viejo que acaba siendo reemplazado, de ese viejo puente sobre el Argos nadie recuerda ya ni sus servicios ni sus méritos, mientras se pudre lentamente a la orilla del camino sin que un alma piadosa le preste la menor atención.

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