Ya en la calle el nº 1041

La eternidad de un segundo

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

La eternidad de un segundo
La eternidad de un segundo

Hubo un tiempo en que la fotografía era algo excepcional, algo que solo se daba de manera puntual en algún cumpleaños, sobre todo en los primeros años de la vida, o en alguna celebración especial, en comidas multitudinarias, en bodas, bautizos o comuniones. En esas imágenes que podemos rescatar de hace mucho tiempo, observamos con frecuencia la intención de “eternizar” en ese instante a los protagonistas de la fotografía, cuidando en muchos casos los detalles de la escena, el entorno, el ambiente del momento; hacer, al fin y al cabo, de ese minuto de nuestra existencia ante la magia de la cámara algo vivo para siempre. Y aunque la memoria no alcance a recordar no ya con precisión, sino ni siquiera de manera remota, esa ocasión en que nos pusimos frente al fotógrafo, nos reconocemos y tenemos la absoluta certeza de que estuvimos allí y que de algún modo somos capaces, con una simple imagen, de vencer al tiempo y su pátina que todo lo oculta, y desplegar ese ejercicio que nos hace soñar que la vida no solo es ese instante fugaz en el que nos desenvolvemos hoy, que hay algo detrás de nosotros, y posiblemente delante.

He encontrado, en el revoltijo de la vieja caja de las fotografías familiares, una imagen de cuando yo tenía ocho años, una imagen escolar, y soy incapaz de acodarme de ese momento en que me sentaron ante una mesa, empuñando un lápiz sobre un cuaderno, con un mural del cuerpo humano detrás y junto a mi hermano Juan Carlos, en la escuela que llamábamos de “Los Monaguillos” para recoger en la cartulina la eternidad de ese segundo; sin embargo la instantánea (no encuentro mejor definición para el acto), me ha revelado todo el mundo que giraba a mi alrededor en aquellos años y puedo recordar (yo diría que revivir) las escenas compartidas con mis compañeros de clase en una especie de filmografía entrecortada, secuencias de mi vida en una edad remota, y puedo ver la distribución de aquella escuela, la mesa del maestro bajo el arco de la escalera que conducía a la terraza, las mesas donde nos agrupábamos los alumnos por edades, escenas puntuales que han quedado grabadas en mi cabeza como un tráiler, fragmentos de esa gran película que es la vida…, y la luz del sol de aquellos días mientras iba y venía a la escuela, el detalle del recorrido, con las carteleras del cine Rialto entre la barbería del Catones y los billares y futbolines del Matabichos, la pizarra anunciando la sesión del día con trazos impecables de tiza y los fotogramas de las películas en los pequeños anaqueles de aquel armazón de madera sujetos con alambre. Puedo verlo aún tras esa pátina amarilla de los años, y casi escuchar el rumor de las voces infantiles en la escuela, sentir las carreras a la hora del recreo en la placeta de la calle de La Esperanza, ver las peonzas bailando sobre la tierra apelmazada, las canicas rodando por el suelo, los rompes recortados de las cajas de cerillas entregados como un pago por el perdedor en una ronda de los juegos infantiles. Todo eso y muchos más puedo sentir con un simple vistazo de la imagen recogida en una simple cartulina hace casi sesenta años.

Ahora son pocas las imágenes que se guardan en papel, pocas las fotografías que colman los álbumes y las cajas de latón o de cartón. Confiamos la impresión de esas escenas a su almacenamiento en aparatos electrónicos o en lo que llaman “la nube”. Ya lo he citado en alguna ocasión: me causa cierto temor pensar en la posibilidad de que un borrado accidental de esas secuencias de nuestra vida nos prive alguna vez de ese clavo al que se aferra muchas veces nuestra memoria para reconocer que hemos vivido.

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