Pedro Antonio Martínez Robles
Enrique Rius Zunón murió en 1973, hace ahora cincuenta años, medio siglo redondo y triste untado por el silencio de un poeta de palabra templada y honda, de una profundidad dada solo a los poetas elegidos y verdaderos. En una ocasión, ante mis primeros escarceos poéticos, mi tío Antonio Robles, amigo y discípulo suyo, me dijo: <<Deberías haberlo oído hablar. Deberías haber oído hablar a Enrique Rius. Él sí era un auténtico poeta>>. Cuando él falleció yo era un adolescente y fue al año siguiente de su óbito, en 1974, cuando llegó a mis manos su único libro de poemas publicado con el título de “Este río de amor”, una recopilación de parte de su amplia obra literaria, que también contiene unas láminas con la reproducción de algunos de sus óleos, porque Enrique Rius era también un pintor, un poeta y un pintor, un orfebre de la palabra y de la imagen. En él descubrí, junto a los clásicos, los poetas románticos, los del 98 y los del 27, que tuve ocasión de estudiar y disfrutar en mis años de bachillerato, el gusto por la poesía.
Procedente de su ciudad natal, Tarancón, Enrique Rius llega a Calasparra en la primera mitad de los años treinta para desarrollar su actividad como maestro rural y abogado. “Y se marcha, y camina con la tierra a cuestas con la harina de sus surcos dentro, a través de Castilla hacia otros ríos de riberas verdes hasta nuevos tajos, en busca de las cañas que silban en mi tierra por la tarde… Calasparra”. “Era maestro y riego y agua llena, agrupada y fecundante”, nos dice su hijo José María, otro magnífico e inolvidable poeta, en la contraportada de su libro.
Y aquí, en esta tierra suya y nuestra, encontró Enrique a su compañera, su amiga, su esposa: Isabel Galindo; en esta tierra que amó como pudo amar a su tierra natal, Tarancón, esta tierra suya y nuestra que hace ya medio siglo que lo cubre y en la que vertió los más bellos versos que podemos encontrar entre las páginas de su antología “Este río de amor”, versos tan hermosos y conmovedores como estos que dirige a su esposa:
PARA TI, ISABEL
Si algún día volvieras
al Santuario sin mí, reza, no llores.
Yo estaré en cada una de las flores
esperando mi nueva primavera.
Canta así tu dolor, reza tu pena
y llenarás de aromas tu desierto.
La Virgen es tan buena
que tendrá para ti las manos llenas
de su amor y mi amor, que no habrá
muerto.
Calasparra: Santuario de la Virgen de la Esperanza.
Enrique Rius nació en 1914 y murió cuando aún no había cumplido los sesenta años; una muerte súbita en plena madurez como hombre y como poeta. Su estela dejó una huella profunda y su ausencia una herida abierta que no cicatriza, una herida que destila, gota a gota, sus versos eternos, como en este poema que dedicó a la fuente del Santuario de la Esperanza:
LA FUENTE DEL SANTUARIO
Gota a gota va cayendo
el agua sobre la pena
frente a una Virgen morena
que está la gota vertiendo.
Gota a gota va cantando
sobre mi llanto su gozo.
Gota a gota va regando
su sonrisa mi sollozo.
Gota a gota el corazón
va rompiéndose en pedazos.
Gota a gota la oración
va entretejiendo sus lazos,
y cuando en los labios brota
el verbo de la azucena
descanso sobre la pena
y me duermo… gota a gota…
Es cierto que Enrique Rius no publicó en vida, salvo un breve cuaderno de poemas que hace unos días me mostró su hija Herminia, y fue, al año siguiente de su fallecimiento, cuando para preservar y compartir su obra poética, su hijo José María reunió en la antología citada una parte de su producción. Enrique Rius no publicó prácticamente nada en vida, pero su actividad poética fue intensa, entregada, y muy reconocida, con la obtención de un importante número de galardones en los juegos florales y concursos en los que concurría. Esta circunstancia me hace recordar lo que en una ocasión me dijo Francisco García Albaladejo, hombre de extraordinaria cultura, también escritor, coetáneo y amigo del poeta, que un par de años después de la aparición de mi primer libro me preguntó: <<¿Haces algo?>>, y yo, con la ligereza de mi juventud, le respondí: <<Sí, sí. La Editora Regional me va a publicar…>>, y él me interrumpió para aclararme su pregunta: <<No te he preguntado si vas a publicar o no. Te pregunto si “haces algo”>>. Yo comprendí entonces, en las palabras de Francisco García Albaladejo, que la poesía, el relato, el arte en sí, es un ejercicio, y su publicación un accidente, y lo que verdaderamente importa es el compromiso vital del poeta, del autor, con su producción. Que Enrique Rius no publicara en vida no lo sitúa en un segundo plano, no ya en la lírica regional o nacional, sino universal; ya que la poesía auténtica no es local, ni regional, ni nacional: atiende a un valor eterno y universal, y ahí situamos, sin ninguna duda, a Enrique Rius Zunón.
Cinco años después de que Enrique Rius nos dejara en esta orfandad literaria, la Agrupación Músico-Cultural Galindo creó en su memoria el premio de poesía que lleva su nombre. Tras la desaparición de aquella agrupación, el Ayuntamiento de Calasparra asumió su convocatoria, con algunas lagunas en sus ediciones, pero con el reciente compromiso de continuar convocándolo con carácter bienal, con una dotación de 3.000 euros, escultura conmemorativa y la publicación de la obra premiada en una editorial de prestigio, como lo ha sido en la pasada edición en “La Fea Burguesía”.
Medio siglo ya sin Enrique Rius, pero una eternidad con el hombre y su poesía, con el poeta que entregó su vida al ejercicio de la enseñanza y a esa búsqueda interior que la lírica solo ofrece a las almas más sensibles.
Un poeta es su voz, es su palabra, es la emoción y el temblor de sus versos, y no encuentro nada mejor para concluir este humilde recuerdo al gran poeta que fue Enrique Rius, que el magnífico poema que su hijo José María eligió para cerrar su antología:
CANTO DE AUSENCIA
No estoy ahí: pero mi afán presente
os llevará el mensaje de estas horas
perdidas para el rito
de la cálida tierra.
Al escuchar mi voz la noto ausente,
aromada de olor a trigo bueno
y con regusto a pámpano en sus tonos.
No estoy ahí… y estoy de cuerpo entero.
Mi sombra es esa que de lejos gime
buscando la razón de su existencia
pidiendo el grave cuerpo en que apoyarse
y llamando al espíritu del hombre.
No sé si soy. Me siento tan ingrave,
tan alado, tan mío, tan ajeno…
-Escuchadme vosotros, los que un día
codiciasteis mi voz pura de lodos.
No quiero cantar más: mi voz se pierde
en esa inmensa tumba del vacío.
Rezad por mí: que la oración es buena
aunque no crea en Dios el que la dice.
No estoy ahí. Estar… ¡qué pobre verbo!
<<Ser o no ser>>. Que lo demás es nada.
Mi espíritu es arcilla de esa tierra,
y <<yo soy>>, contra todos los vaivenes.
En mi cuerpo florecen amapolas,
sangre de Cristo, aliagas, zapatillas…
El arado se me hunde en las entrañas
y al arado me entrego con el ansia
de que florezca el trigo en mis terrones.
Que tierra de pan soy. De pan y agraces.
Y hacia la tierra clamo con angustia.
No estoy aquí. Pero el estar no importa.
Soy y eso es todo. Ser nunca es ausencia
sino presencia del dolor lejano
con inquietas raíces que se extienden
hasta chupar el jugo de los campos:
esos campos de pan que a pan trascienden
bordados por yunteros y pastores.
-Dejadme un sitio. No ocupéis mi silla.
Estoy entre vosotros. Soy la tierra.