Ya en la calle el nº 1041

El dolor de las sabinas

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pedro Antonio Martínez Robles.

En los días previos a la Navidad mi padre solía ir al monte para cortar la sabina más grande que encontraba, la que podía llenar un rincón del salón comedor hasta casi rozar el techo. En la casa, mi hermano Juan Carlos y yo, que éramos los mayores, esperábamos con impaciencia la llegada del árbol para vestirlo con los motivos navideños: unas bolas de colores, frágiles como el cristal, que mi tía Dolores solía enviarnos desde Madrid, siempre el último grito, como a ella le gustaba, y que era prácticamente imposible encontrar en el pueblo en aquellos años. Aquellas bolas eran tan delicadas, que si alguna de ellas resbalaba de nuestras manos se deshacían en mil pedazos al caer al suelo como si se trataran de una bombilla, por eso las íbamos colgando de las ramas de la sabina con el mayor cuidado, ya que ni eran muchas ni estaban a nuestro alcance. El resto del árbol lo llenábamos con pequeños paquetes hechos con cajas de cerillas forradas de papel de regalo, algunas guirnaldas y una estrella de cartulina en la copa; nada de lamparillas de colores, que se encienden y se apagan ni otros elementos sofisticados; eso vendría después, mucho después. Y era así, con la presencia de aquel árbol silencioso y herido, cuya edad desconocíamos, como celebrábamos el espíritu de la Navidad. En aquel tiempo, cortar una sabina, o dos, o cien, no estaba perseguido ni penalizado como lo está hoy, ni éramos conscientes del daño que se ocasionaba al monte: las sabinas estaban ahí para ser taladas y hundidas en un gran macetero lleno de tierra para adornar durante quince o veinte días un rincón de la casa, de casi todas las casas del pueblo, de casi todas las casas de todos los pueblos, y no había dolor ni sensación de culpa en nosotros en ese acto de desarraigo, si no era el propio dolor de las sabinas que nosotros éramos entonces incapaces de percibir. Y así, año tras año, Navidad tras Navidad, fuimos despoblando de sabinas los montes, sin que eso nos produjera el menor remordimiento, sin preocuparnos de que esos árboles tardaran años en levantarse un palmo del suelo.
Hace unos días le pedí a mi amigo Ángel Cuadros, con motivo de su visita a su heredad de Socovos, que tomara una fotografía de alguna de las sabinas centenarias de las que una vez me habló y que tanto le habían impresionado por su tamaño y su antigüedad. Soy incapaz de calcular la edad de esa portentosa sabina cuya imagen ha tenido la amabilidad de enviarme; es posible que rebase el centenar de años, o tal vez un par de cientos. Está ahí, majestuosa y solitaria en mitad del monte, superviviente a aquella época de devastación, de talas indolentes para adornar durante quince días un rincón de las casas, dejando como único testimonio la memoria de unas bolas navideñas, unas guirnaldas y una estrella de cartulina en su copa, testigo mudo de cenas familiares de Nochebuena y villancicos -cada vez menos cantados-, esparciendo en el aire su aroma de sierra y savia. Hace ya muchos años que las sabinas fueron sustituidas por árboles artificiales, sintéticos, que a nada huelen y que se guardan en un rincón del trastero para recuperarlos una vez al año durante ese par de semanas que duran las pascuas; un simulacro de árboles sin vida, sin gracia, pero que tienen la fortuna de evitar esa lenta agonía de aquellas viejas sabinas que poco a poco se desangraban en nuestras casas con su fragancia montaraz que iba languideciendo a medida que avanzaban los días.
Muchas veces me acuerdo de esos versos que contiene la canción “Juan el sembrador”, de Atahualpa Yupanqui, que dicen: “…Le pido perdón al árbol cuando lo voy a tronchar y árbol de me dijo un día: yo también me llamo Juan”. Y pienso en el dolor de las sabinas.

14 de diciembre de 2023

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