Ya en la calle el nº 1041

El Bar Los Yemas

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

JOSÉ ANTONIO MELGARES

Entre los referentes locales del ecuador del siglo XX caravaqueño, hay uno por excelencia, recordado y añorado por quienes vivieron la primera mitad de aquella centuria y los años inmediatamente posteriores a la misma. Me refiero al BAR LOS YEMAS, en una de las esquinas de la Plaza del Arco, entonces bajo el gran balcón que rivalizaba con el del Ayuntamiento, donde se inicia la bajada a la calle del conde de Balazote. El lugar, de planta rectangular, con larga barra a la izquierda de la entrada, y cocina al fondo, olía a cerveza y a mezcla de alimentos, abriendo el apetito a cualquier hora del día que por allí pasaras. También olía a humo de tabaco picado liao en cigarrillos de los que daban cuenta los fumadores, y a café recién tostado; y por la tarde se escuchaba el chasquido de la ficha del dominó al estrellarse contra la piedra de impoluto mármol blanco de sus mesas.

En el bar
En el bar

El Bar Los Yemas fue santuario donde se dio culto durante décadas a aperitivos y tapas que nadie como Pura Córdoba elaboró antes ni después de ella, oficiando en la cocina con vocación, maestría y donaire.

La historia del bar Los Yemas es larga, y sus inicios se pierden en la nebulosa del tiempo reciente. Inicialmente fue la repostería de una SOCIEDAD que, por su propio carácter de ideología izquierdista, rivalizaba con el Casino de la calle Mayor, entidad que aglutinaba en su seno a la elite conservadora local. Pero de aquello poco o nada queda en la memoria de las gentes, quienes comienzan a recordar que en los últimos años veinte un camarero de aquel primitivo bar: Antonio Alcázar Herrera y su joven esposa: Pura Córdoba Montoya, se quedaron mediante traspaso, y con mucho esfuerzo económico, con el negocio de restauración aludido, en local alquilado a Milagros Reina, por cantidad que hoy consideraríamos irrisoria. Todavía entonces existía, aunque muy decadente, la  SOCIEDAD citada, cuyos miembros se reunían en los salones altos del edificio y pagaban cuotas con que financiar actividades diversas. Pero los nuevos dueños supieron imprimir su propia personalidad al establecimiento, haciéndose paulatinamente con una clientela que hasta allí se acercaba atraída por la calidad y variedad de sus productos y no por el poso ideológico y político del mismo

Los Yemas, cuyo nombre recuerda al popular y típico dulce exclusivo de Caravaca, abría muy de mañana para servir café a los más madrugadores. Atendía el desayuno de funcionarios, comerciantes y banqueros a media mañana y, sobre todo, servía de refugio a las horas del aperitivo de medio día y de la tarde a quienes se podían permitir tomarlo.

Antonio Alcázar atendía en la barra y la terraza de la calle (en épocas de buen tiempo), ayudado de camareros como Pepe Herrera y Alfonso el Parras entre otros. Y Pura se encargaba de la cocina tras ser peinada a diario por la Melera, y años después por Cruz la Mista, quienes cuidaron de su monumental moño (admiración de clientes y amigos), hasta que un día se lo cortó La Canela con gran disgusto de su marido.

Antonio no era dado a comprar a proveedores de fuera. Prefirió siempre a Pepe Carrasco para abastecerse de la cerveza y los refrescos, a Carricos (del Pilar) para que le sirviera el atún y los salazones; y a María la del pescao y  a las Catalinas (Luz y Carmen), todas en la plaza de abastos, para la adquisición del pescado y la carne respectivamente. Con todo ello, Pura elaboraba en la cocina de Los Yemas suculentos caballitos, michirones, calamares rebozados, gabardinas, magra con tomate, lomo de cerdo, longanizas, morcillas y un largo etcétera, constituyendo las reins del paladar las empanadillas fritas y la torta de boquerones que cocía en el horno de la Paz la Linera en la muy cercana plaza Nueva. Todas las tapas y raciones eran servidas a peseta o a una cincuenta como mucho.

Habitualmente, en Los Yemas  no se servían comidas, ni tampoco cenas, que sólo hicieron sus dueños de manera ocasional y siempre por encargo; y se aceptaban clientes que jugaban al dominó en la hora de la sobremesa y a lo largo de la tarde en amenas y divertidas tertulias que aún hoy día los mayores recuerdan. Mi informante, Esperanza Alcázar Córdoba (a quien debo muchos datos y agradezco el tiempo invertido conmigo), recuerda como asiduos visitantes a Ramón el Pera, a Pepe Pastor, Pepe Canillas y su hijo; al torero Pedro Barreras, a Marcelete, Ángel Papao, David, Mario Moreno, Julian y Pedro Guerrero, Pepe Gómez, José el Sacristán, Manuel Hervás, el fiscal Vicente Recuero, Pedro Antonio Orrico y otros muchos cuya enumeración sería harto prolija. Algunos de ellos pasaban mucho tiempo en su interior y hasta ingeniaban bromas y diabluras que luego tenían su repercusión social a escala local.

Los Yemas no cerraba nunca y todos los días eran de trabajo para los dueños y empleados. Las jornadas de mayor afluencia de clientes eran los festivos, los lunes por el mercado y las ferias de mayo y octubre en que acudían los marchantes de ganado (con sus blusones negros) y los feriantes que vendían sus productos en las casetas de madera instaladas en la misma Plaza del Arco. También aumentaba el trabajo durante el carnaval (antes de la Guerra), ya que la Sociedad celebraba sus propios bailes (en franco pugilato con los del Casino) en los salones altos, donde Antonio montaba barra para atender las necesidades que la fiesta ocasionaba.

A la Plaza del Arco abría otro bar: el denominado Bar León, más la repostería del Círculo Mercantil que funcionaba como tal. Había negocio para los tres y nunca hubo competencia desleal. Esta llegó, sin embargo, cuando comenzaron a abrir negocios similares en la Gran Vía, al ponerse de moda en los últimos años cincuenta. Fue entonces cunado comenzó la crisis de Los Yemas , coincidiendo con la serena ancianidad de Antonio Alcázar quien, ya sin fuerzas, dejó sus despojos en manos de su yerno Antonio González el Chatico, quien fue el que pasó por el difícil trance de cerrar sus puertas por última vez un día indeterminado de 1958. Desde entonces, el recuerdo de Los Yemas  comenzó a magnificarse en el recuerdo de las gentes, y la referencia al mismo como uno de los lugares emblemáticos durante unos años a los que la historia local aún no ha prestado la atención que merecen. Los Yemas no sólo fue un bar durante lustros, sino el símbolo de la resistencia ideológica al poder establecido, donde nacieron ideas, se forjaron proyectos, se celebraron realidades y se lamentaron frustraciones, pero de ello en otra ocasión nos ocuparemos.

 

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