ANTONIO F. JIMÉNEZ
La promesa de un buen domingo deviene de un sábado que se hundió temprano en un sofá y le llegó el sueño sin alborotos. Hay quien aprovecha el alba del último día de la semana para visitar viejos familiares que ya no responden detrás de una pared de mármol; hay quien tentando al día del Señor coge su ropa de cotidiano y se arrea al campo sin temor a que se le aparezca el demonio trajeado de cortinajes y perlas de pavo real; y hay el que se despereza lentamente pero todavía sin levantarse, mientras en la calle suenan como ametralladoras las entumecidas persianas enrollándose, y los pasos tempranos y religiosos se confrontan con los andares todavía turbios de los trasnochadores, en domingos varios, domingos que antes olían a papel periódico, a pollo mareado; domingos de ardientes colas eternas para llegar al mostrador de un viejo quiosco en el Parque de las Palomas y sentir la riqueza al apretar veinte duros en la palma sudada; domingos antiguos de visitas a parientes en unas casas de aromas ajenos, platos que eran relojes encima de los dinteles, con segunderos en ocasiones más reveladores que las voces cuchicheando en siseos de rosarios; domingos, en fin, rasos y azulones, aunque irremediablemente abúlicos y tristes al atardecer. En el ocaso del domingo los ojos languidecen y se achinan como esas rajas finas en las urnas por donde cae una lluvia salmón y blanca, mientras se dicen las mismas cosas que se dijeron hace cuatro años y lo único nuevo sean aquellos hombres y mujeres ausentes que eran domingos en nuestras vidas y que los devenires de la política ya no les importan, aunque haya quien les hable todavía, mármol por medio, en domingos de niebla temprana, cuando las campanas no suenan y el pueblo está igual de muerto que un día corriente de la semana.