Ya en la calle el nº 1042

Calles que terminaban en el cielo, por Pascual García

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García

Quien vive toda su vida, como lo hizo mi madre, al final de una larga cuesta empinada e imponente junto a una antigua fortaleza y muy cerca del cielo donde a buen seguro estará ahora, bajando y subiendo cada día, para comprar los alimentos, acudir a los compromisos sociales y a las fiestas y hacer los papeles que fuesen necesarios, sabe que una pendiente como la de mi calle, como la de muchas calles del pueblo puede llegar a ser casi una condena, si uno no acepta que subir y bajar es mucho más ameno que caminar siempre en línea recta, recuerdo que los sábados mi madre iba al mercado con dos capazas muy de mañana y volvía a las dos de la tarde con las capazas llenas para comer durante toda la semana, pero volvía derrengada y parecía como si sus pequeños brazos se le hubiesen alargado un palmo al menos, pero mi madre, como buena parte de las mujeres de Moratalla, se había habituado a las cuestas y, aunque a veces echaban de menos un buen trecho llano para disfrutar del camino y no cansarse tanto, en realidad, siempre fueron habitantes naturales de las pendientes porque estaban hechas a ellas y les pasaba como a mí, que cuando estuve más adelante en algún pueblo de calles cómodas, siempre me pareció muy aburrido, sin el acicate de la aventura y del esfuerzo, el caso es que mi madre y las vecinas subían aquellas pendientes cargadas con la compra y felices de llegar a la hora, porque tenían que hacer la comida y tenían prisa, siempre tenían prisa, eran pequeñas, gorditas, de piernas cortas pero fuertes y se bamboleaban levemente de un lado a otro para ayudarse con la inercia a subir aquellas calles que terminaban en el cielo, donde sin duda estará ella ahora.

Calles que terminaban en el cielo, por Pascual García
Calles que terminaban en el cielo, por Pascual García

Y era eso, que aquellas calles pinas acababan en el mismo cielo y por eso tenían un aire cósmico y montuno pero angélico a la vez como de un tiempo y de un espacio inconcebibles y alejados de lo real, de vez en cuando aparecía un pequeño patio, un ancho que las vecinas solían llenar con macetas y tiestos y que a nosotros nos perturbaban mucho porque nos impedían chutar aquellos viejos balones de barrio, parcheados y rotos, de plástico con los que jugamos toda la infancia, entones no lo sabíamos y he tenido que irme de allí y hacer mi vida en otro sitio para enterarme de que el único paraíso era aquel, junto a los pobres geranios y las fragantes alhábegas con el olor alarmante de vez en cuando de las alubias quemadas que se pegaban a la olla y la música aflamencada de aquellos años, alejados de una civilización que empezaba a desarrollarse en las ciudades y que nos era tan ajena porque en el fondo éramos del campo y de la huerta y aquel lugar pertenecía a la frontera de los dos ámbitos, con el paso de los años iría a la casa de Miguel Hernández en Orihuela y caería en la cuenta de que sus calles y las mías eran semejantes, calles pobres y fronterizas.

Calles que también terminaban en el cielo.

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