CARLOS MARTÍNEZ SOLER
Cuando veo Sherlock siento envidia, envidia sana, pero envidia al fin y al cabo. Es increíble cómo un país situado a tan solo unos pocos miles de kilómetros del nuestro es capaz de hacer un producto tan brillante, que compite e incluso supera a los de la industria americana. Cuestión de presupuesto dirán algunos, yo me inclino más por una cultura audiovisual bien arraigada unida a una audiencia muy exigente.
Sus creadores, Mark Gatiss y Steven Moffat, han diseñado un Sherlock del siglo XXI, que respetando y manteniendo los pilares de la obra literaria (Baker Street, Moriarty…), suponen una nueva vuelta tuerca al mundo del detective más universalmente conocido. Ahora, las nuevas tecnologías y las redes sociales son las armas que Sherlock utiliza para seguir sus pesquisas policiales, eso sí, ayudado como no podía ser de otro modo por su excelsa inteligencia, su porte de galán, su afilado humor y por su inseparable e intrépido compañero Watson.
Todo en Sherlock está cuidado y medido, desde sus tramas, giros de guión, ambientación, vestuario, interpretaciones (sobresalientes Benedict Cumberbatch y Martin Freeman)…, hasta su estética visual, no tanto por el uso de recursos-efectos digitales, sino más bien por la cuidada utilización de una fotografía plomiza, grisácea, que junto con los encadenados, fundidos y cortinillas, herramientas clásicas del cine, se ponen al servicio de la trama, adaptándose a su ritmo y dinamismo.
Sin embargo, lo que más me cautiva de Sherlock no son las cosas anteriormente mencionadas, sino su carácter autoparódico, esa capacidad para reírse de ellos mismos, pero sin insultar ni menospreciar a la audiencia, sino haciéndoles continuos guiños que te sumergen en su historia y te atrapan para siempre.
Sherlock es un juego de espejos donde nada es lo que parece, pero en el que todas las cartas están sobre la mesa, solo hace falta agudizar la mirada y sentarse a disfrutar.