Yo creo que hay personas que aman el calor, la calidez de una tarde de junio o el fuego de una siesta en plena canícula, que siempre tienen las manos y los pies helados, que siempre se acurrucan bajo una manta y junto al fuego para disfrutar de su acogimiento, de un buen edredón de lana en el mes de enero y una estupenda fogata en la chimenea, pero les cuesta mucho mitigar el frío, porque muy a menudo están helados y hay gente que gozamos con el fresco, con una rigurosa y auténtica mañana de enero, con la nieve al atardecer y un fuego generoso calmando el helor de la trasnochada en la cocina del campo, porque hay seres del calor y seres del invierno, pueblos calcinados por las altas temperaturas y pueblos heroicos y en pie que enarbolan la bandera de la escarcha. Por eso hay personas que aman el verano y personas que nos encanta el invierno, tanto que hasta nos gusta la falta de luz, porque el exceso de claridad del estío nos importuna.
Siempre preferí a Moratalla porque es un pueblo del frío, encumbrado, serrano, invernal al que muy a menudo acude la nieve y pinta de blanco sus tejados y alfombra sus calles, y es entonces cuando recuerdo algunos días de mi infancia y soy feliz, porque arrimarte a la estufa recién encendida en febrero o arrebujarte con las mantas o dentro de un chaquetón de lana en busca del calor que estamos perdiendo es un ejercicio noble y reconfortante, sin duda.
Esta tarde salimos de la escuela y ha entrado el invierno ya, sopla un viento inmisericorde y mis amigos y yo tenemos que subir hasta las calles empinadas del Castillo donde están nuestras casas, cada calle y cada callejón es una prueba porque la temperatura está bajando y nos estamos quedando sin calor, años después recordaría estas tardes invernales de la escuela, mientras mis amigos y yo nos internábamos en el monte junto al Rio Madera para coger guíscanos y la temperatura no dejaba de descender hasta los menos diez grados, a pesar de que no paramos de bajar y subir repechos, cruzar ramblas y agacharnos para recoger las setas, y sin embargo sentíamos el frío mordiendo nuestra carne joven y frágil como nunca, como si nunca hubiésemos sentido algo así antes hasta que llegó la hora de comer y nos acomodamos bajo unos pinos y sobre unas piedras, abrimos una botella de vino y comimos y bebimos alborozados y felices, pero aquella tarde con mi abuelo mientras pacían las ovejas y llegaba el atardecer, empezamos a notar el color de ceniza de la nieve y los diminutos copos cayendo con la lentitud de la tarde, mi abuelo me dijo que mi padre vendría pronto para llevarnos el ganado al pueblo y encerrarlo en los corrales.
Fue una hora larga y estábamos ateridos, el cielo pardeaba y los copos eran cada vez más gruesos.
Sentí que se paraba el tiempo, que el frío detenía los relojes y de repente apareció mi padre y se llevó las ovejas. No creo que haya sido tan feliz nunca.