Ya en la calle el nº 1041

Amar el frío, por Pascual García

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Amar el frío, por Pascual García
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Yo creo que hay personas que aman el calor, la calidez de una tarde de junio o el fuego de una siesta en plena canícula, que siempre tienen las manos y los pies helados, que siempre se acurrucan bajo una manta y junto al fuego para disfrutar de su acogimiento, de un buen edredón de lana en el mes de enero y una estupenda fogata en la chimenea, pero les cuesta mucho mitigar el frío, porque muy a menudo están helados y hay gente que gozamos con el fresco, con una rigurosa y auténtica mañana de enero, con la nieve al atardecer y un fuego generoso calmando el helor de la trasnochada en la cocina del campo, porque hay seres del calor y seres del invierno, pueblos calcinados por las altas temperaturas y pueblos heroicos y en pie que enarbolan la bandera de la escarcha. Por eso hay personas que aman el verano y personas que nos encanta el invierno, tanto que hasta nos gusta la falta de luz, porque el exceso de claridad del estío nos importuna.

Siempre preferí a Moratalla porque es un pueblo del frío, encumbrado, serrano, invernal al que muy a menudo acude la nieve y pinta de blanco sus tejados y alfombra sus calles, y es entonces cuando recuerdo algunos días de mi infancia y soy feliz, porque arrimarte a la estufa recién encendida en febrero o arrebujarte con las mantas o dentro de un chaquetón de lana en busca del calor que estamos perdiendo es un ejercicio noble y reconfortante, sin duda.

Esta tarde salimos de la escuela y ha entrado el invierno ya, sopla un viento inmisericorde y mis amigos y yo tenemos que subir hasta las calles empinadas del Castillo donde están nuestras casas, cada calle y cada callejón es una prueba porque la temperatura está bajando y nos estamos quedando sin calor, años después recordaría estas tardes invernales de la escuela, mientras mis amigos y yo nos internábamos en el monte junto al Rio Madera para coger guíscanos y la temperatura no dejaba de descender hasta los menos diez grados, a pesar de que no paramos de bajar y subir repechos, cruzar ramblas y agacharnos para recoger las setas, y sin embargo sentíamos el frío mordiendo nuestra carne joven y frágil como nunca, como si nunca hubiésemos sentido algo así antes hasta que llegó la hora de comer y nos acomodamos bajo unos pinos y sobre unas piedras, abrimos una botella de vino y comimos y bebimos alborozados y felices, pero aquella tarde con mi abuelo mientras pacían las ovejas y llegaba el atardecer, empezamos a notar el color de ceniza de la nieve y los diminutos copos cayendo con la lentitud de la tarde, mi abuelo me dijo que mi padre vendría pronto para llevarnos el ganado al pueblo y encerrarlo en los corrales.

Fue una hora larga y estábamos ateridos, el cielo pardeaba y los copos eran cada vez más gruesos.

Sentí que se paraba el tiempo, que el frío detenía los relojes y de repente apareció mi padre y se llevó las ovejas. No creo que haya sido tan feliz nunca.

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