Ya en la calle el nº 1041

Obsolescencia programada, por José Blanc

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

SE VA LA TARDE

Hay mañanas que respiro bondades desde el primer momento que siento el frescor de la noche en retirada. Me inundo de belleza y me cercioro de que el día posee misterios y anuncia acontecimientos. Le arranco fragmentos a la mañana incipiente y la espero plena de sorpresas. La candidez desaparece, sin embargo; muere tras la percepción del hecho histórico, tras la evocación de la historia acontecida, cuando irrumpen en mi memoria las mil y una insolencias que aguanta la sensatez a través del tiempo. Es entonces cuando oigo alrededor mío cómo estridulan los insectos. Es entonces, también, cuando me viene la turbación, durante un buen rato, que cabalga a lomos de la tristeza. Mi vida es este continuo encuentro con el dilema. Pero siempre atino, lo confieso, con el momento apropiado para ahuchar de nuevo el susurro que me brinda la poesía. La poesía evita que me quede obsoleto.

Aletea sobre nosotros ese murmullo instalado en formato de microchip que es nombrado de manera perversa como obsolescencia programada. Obsolescencia programada. Este es el término que señala hoy la realidad del consumismo. Es una práctica que inventó la industria para que los objetos que salían de fábrica no duraran demasiado y hubiera que reponerlos con cierta frecuencia. Hoy está extendida esta práctica como modus vivendi indispensable del capitalismo más rancio. No es rentable algo que dura demasiado. “ERROR 415, consulte a su proveedor”. Y la consulta deriva en la necesidad de comprar otra impresora nueva, o lo que sea. Me entra una especie de pánico existencial cuando pienso que puedo quedarme obsoleto: es entonces cuando más recurro a la poesía, aunque no la escriba.

En la casa de mis padres había muchos objetos y enseres que duraban tiempo. Su utilidad se extendía a lo largo de los años inmiscuyéndose en la retina de varias generaciones. Todavía se conserva hoy una gran caja de cartón rígido en cuyo interior se guarda un juego que se llama “Mi pueblo”. Procede de casa de mis abuelos maternos y es una joya didáctica que se conserva perfectamente. De pequeño jugaba con mis hermanos a formar el pueblo tal como nosotros lo imaginábamos, hacíamos selección de recortables inventando calles y lugares, y hasta nos atrevíamos a construir huertos en los que de manera imaginaria se cultivaban hortalizas y manufacturábamos frutas. La programación de la obsolescencia de los objetos es un signo de los tiempos. Lo rápido, lo inmediato, lo fútil y lo rápidamente desechable es lo que vale. Esta idea invade todos los ámbitos de nuestra vida, por lo que rápidamente se nos queda obsoleto el interés, el gozo, el amor, el aprecio, o lo que aprendemos. Que lo que aprendemos se quede obsoleto es prueba del deterioro de la especie. Lo que aprendemos se queda obsoleto porque ya no lo usamos para mejorar, ya no invertimos el aprendizaje adquirido en avanzar.

Roble crecido lentamente que supura agallas para la defensa, eso también soy.

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