Pascual García (pasgarcia62@gmail.com)
Nunca me gustaron los niños, aunque resulte inadecuado, un poco brusco y tal vez a contracorriente esta afirmación rotunda que nace, lo reconozco, de una falta de entendimiento y de algunas malas experiencias vividas cerca de algunos de ellos, aunque en mi descargo debo decir que siempre culpé antes a los padres que a las criaturas.
Los de mi generación y los de generaciones anteriores vivieron un tiempo en el que los más pequeños no tenían mucho que decir. Se les atendía de la mejor manera posible, se les quería y sus padres, los maestros y cualquier adulto tenían el poder de reconvenirles y de educarlos. Estábamos al albur de cualquiera que tuviera más edad que nosotros y nos cuidábamos mucho de molestar a nadie o de incomodar a nuestros mayores so pena de sufrir algún pellizco, manotazo o azote de los que nos habían dado la vida y de los que nos la estaban enseñando.
Hoy resulta difícil sobrevivir en paz entre tanto mastuerzo maleducado que permite a sus vástagos la ejecución de mil perrerías, desaguisados varios, gritos animalescos e inoportunidades sin cuento, es decir, lo que viene ser un claro comportamiento pueril, propio, desde luego, de infantes de escasa estatura y luces precarias, porque los años lo disculpan todo, pero no disculpan a sus progenitores que los ven hacer, incomodar en el parque, en la consulta del médico, en la pequeña parcela de la playa que uno se ha acondicionado, y no mueven un dedo para cortar los muchos atropellos de sus enanos contumaces y molestos y, de paso, disculparse ante los agraviados.
Aceptemos que un niño pequeño sin un padre o una madre responsable cerca es una bomba de relojería que estallará, sin duda, en cualquier momento. Aunque repito que nunca me gustaron los críos, he tenido dos hijos y un puñado de sobrinos a los que adoro, pero esos no cuentan porque han sido magníficamente bien educados, modestia aparte, y rara vez han incordiado a nadie en ningún sitio. Su madre y yo nos hemos ocupado de eso y de otras cosas cada día.
Si me apuran, está mal visto quejarse del descaro y de la imprudencia de los niños porque desde los evangelios fueron elegidos criaturas angélicas, y Jesucristo instó a sus discípulos a que les permitieran acercarse a él como heraldos de la inocencia y de la ternura. Claro que el Mesías gastaba una aureola de enviado divino y un carisma de profeta y de hijo de Dios que los padres de ahora han cambiado por un estilo vulgar de falsos colegas a todas luces inapropiado. Recuerdo que mis padres también poseían esa prestancia y, si en alguna ocasión, visitábamos a un familiar o me llevaban de paseo en las fiestas de Moratalla, una mirada de mi padre o un simple apretón de mano de mi madre resultaban signos suficientes para que yo corrigiera de inmediato una conducta inadecuada.
No me gustaría ser un viejo cascarrabias, pero yo no tengo vocación de mártir y espero que mis nietos se parezcan a sus padres; y mientras tanto, que cada uno se ocupe de los suyos, sobre todo de esos “locos bajitos” a los que con tanta gracia cantaba Serrat: “Niño, deja ya de joder con la pelota. Niño, que eso no se dice/, que eso no se hace/, que eso no se toca.”
Pues eso.