FRANCISCO MARTÍNEZ LÓPEZ
La nieve seguía cayendo silenciosa y pausada y lo que comenzó siendo un fenómeno mágico y dulce como una nube de algodón de azúcar se había convertido en un resplandor lechoso que engullía el paisaje como un inmenso fantasma voraz e insaciable. El imprevisto temporal había cortado cualquier comunicación con el exterior convirtiendo el apacible recogimiento de los primeros días en un encierro insoportable. Abrí el minibar y me serví el último trago de una botella de coñac, me fumé mi último cigarrillo y leí el último capítulo de un libro que algún otro huésped había dejado olvidado en el cajón de la mesita de noche. En la habitación contigua se oían lejanas las obscenas risas de dos amantes a los que aquel aislamiento parecía no preocuparles. Me acerqué al ventanal sujetando mi copa vacía, el suelo de madera crujía bajo mis pasos haciendo más sonoro aquel silencio, más angustiosa aquella espera. Froté el gélido cristal de la ventana, haciendo círculos con la mano hasta que pude ver a través del vidrio empañado por diminutas gotas de agua atrapadas en un velo de vapor helado. A través del cristal tan sólo se divisaba un paisaje desdibujado borroso y monocromático, un manto de nieve infinito, aterrador e incierto como una página en blanco, sin título, sin argumento, sin personajes, sin una frase que inspirase el comienzo de un relato. No tuve otra opción, empuñé un cuchillo de montaña que guardaba en mi maleta y salí de la habitación dispuesto a convertirme en el protagonista de la historia.