ANTONIO F. JIMÉNEZ
Una larva movediza y sepulcral me salió de entre las páginas de la primera edición de un libro que data de 1958. Era Diario de un emigrante, segunda parte de Diario de un cazador, de Delibes. Con estos párrafos socarrones, un jefazo de una importante empresa bilbaína se reía las muelas todas las noches al acostarse y agarrar la novela con deseos y ya con la risa asomando, como quien coge el móvil ansioso esperando una respuesta. Esto me lo contó uno de los dos hermanos vivos del autor, Federico Delibes, una tarde que fui a verle con la ilusión de encontrarme con los trazos delibianos en su rostro. Me contó, entre otras cosas, que a él le pilló en Barcelona la noche en que le dieron el Nadal a su hermano Miguel. Federico había ido de Valladolid a Barcelona para estudiar la carrera de químico y aquella noche de Reyes de 1948 se encontraba en el Café Suizo, donde de repente oyó en la voz de un camarero el nombre de su hermano, que se alzaba como ganador. Días más tarde, Miguel Delibes recibió carta de Federico, quien le narraba todo lo acontecido aquella noche decisiva para la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, en esa época en la que la gente tenía la paciencia de esperar diez o veinte días en conocer los pormenores de un acontecimiento. Todos los miembros del jurado se iban maravillando conforme el hermano del entonces desconocido escritor desvelaba que Miguel era periodista y profesor e Intendente Mercantil en la Escuela de Comercio de Valladolid. Federico me dijo que el jurado, en esos momentos, rompió con un sorpresivo: “¡Caramba!”. Federico recordó en ese momento que sufrió ganglios de crío y su hermano Miguel se lo llevó al Campo Grande y le curó, como a uno de esos prójimo de sus novelas.
