Pascual García ([email protected])
Pasar por Moratalla en Semana Santa y escuchar el silencio me resulta tan doloroso que necesito pensar durante unos días en este viaje antes de emprenderlo definitivamente para hacerme a la idea de que una guerra recatada y brutal está acabando poco a poco con buena parte de nuestros más grandes tesoros.
La amistad, los abrazos, el amor que grita, se restriega y se retuerce, los besos que se hunden en la boca de la otra y las lenguas que se unen, se alían, se desatan y la piel que busca la otra piel, y las manos que buscan el cuerpo del amante y el contacto tierno de los hijos, el franco apretón de manos del amigo, la verdad de la carne y de la piel. Tantas cosas perdidas, tantos deseos por cumplir.
A estas alturas, por muy zoquete o malintencionado que seas, ya nadie duda de que el mundo es un inmenso campo de batalla, de que muchos se han equivocado en sus predicciones, partidos, ideologías, obispos y cardenales, presidentes de grandes imperios y hasta médicos eminentes, porque lo inesperado y lo desconocido nos pilla a todos con el paso cambiado, inermes y sin respuesta inminente.
Hace un año también se cernió el silencio, aunque no del todo, sobre Moratalla en Semana Santa, porque los tambores salieron a los balcones y a las terrazas y los toques sobrios y los redobles barrocos cundieron por el cielo de un pueblo que anda colgado como un sueño de piedra y de agua durante muchos siglos sobre el lecho de un cerro entre las sierras más bellas y más nobles del paisaje murciano.
Es posible que esta nueva Semana Santa, discreta, comedida y sigilosa, casi en blanco y negro y en sordina, enrabietada y amarga como el sabor de los berrinches infantiles, sea otro modo de vivir nuestra fiesta, con la dureza y el dolor acostumbrados, con la austeridad que la ha caracterizado desde el origen y, asimismo, con ese ineludible espíritu rebelde, arisco e indócil que tanto ha dicho siempre del carácter moratallero.
Tal vez el morbo de esta peste de raigambre medieval y diseño moderno produzca en nosotros el miedo necesario para combatirla con las medidas higiénicas precisas y, de paso, modifique esta fiesta brutal, desmedida y soberbia, de la que tantos recuerdos tenemos y que nos ha hecho tan felices en el pasado.
Tocaremos el tambor en las terrazas, en Los Pinos, en Los Bancales y en El Castillo, con las medidas de seguridad exigidas, redoblaremos en las azoteas, seguiremos la ortodoxia del toque tradicional en los balcones, en soledad, con la mirada perdida en dirección a un horizonte que nunca dejará de acompañarnos en este pueblo de paisajes, horizontes y de sueños.
No me cabe la menor duda de que venceremos al coronavirus, nos quitaremos las mascarillas, volveremos a las calles, las colas, los bares abarrotados, los teatros, las plazas y los cines completos, los abrazos y el amor sin restricciones, y esta pesadilla será una desagradable sombra de la memoria, como lo han sido en el pasado tantas contiendas, guerras, epidemias, catástrofes naturales y desgracias varias. Será de este modo como lo ha sido desde antiguo, porque ningún mal dura cien años y porque no hay cuerpo que lo aguante y en esta ocasión no será distinto.
Pero pase lo que pase quedará en pie un nazareno vestido con una túnica multicolor de remiendos y un tambor artesano con piel de cabra y piel de oveja que tocará con gracia, armonía y fuerza la antigua melodía de la tierra y del misterio como si nunca hubiera pasado otra cosa que este humano e inexplicable júbilo de compartir la vida con nuestros semejantes.