Ya en la calle el nº 1041

Tiempo de sabañones

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

JOSÉ ANTONIO MELGARES/CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA

Quizás fuimos los de mi generación los últimos niños que, de forma generalizada, sufrimos aquella patología dérmica en las extremidades corporales que, según el diccionario de la Real Academia son “hinchazones o ulceraciones de la piel, principalmente de las manos, los pies y las orejas, con ardor y picazón, causada por el frío excesivo”.
Tiempo de sabañonesLos sabañones llegaban a nuestros cuerpos con los primeros fríos, y los sufríamos hasta que la primavera se oteaba en el horizonte cercano con más o menos intensidad, pasándolo peor las personas adultas que, por su actividad habitual, estaban en contacto con el agua gélida que aportaba el grifo doméstico.

Con el calor del brasero, bajo la mesa camilla, los sabañones producían una sensación de malestar, entre picor y dolor, muy molesta, que se paliaba con cremas de uso tópico cuando éstos llegaban a ulcerarse.

Las actuales generaciones, acostumbradas al acondicionamiento doméstico que aporta calefacción de fuel, gas y eléctrica, o incluso la más rupestre proporcionada por estufas de butano o leña, no imaginan el frío que se pasaba durante el invierno antes de la llegada de dichas fuentes calóricas. Para combatir el frío, hasta bien pasado el ecuador del siglo XX, era habitual desde antiguo el hogar, alimentado con leña que servían a domicilio leñadores profesionales, con el peligro de incendio que siempre acechó la existencia de una hoguera encendida en el interior de la casa, siendo pocas todas las precauciones tomadas. La hoguera u “hogar” mantenía el calor en la habitación donde se encontraba, pero había que pensárselo dos veces para abandonar ese recinto en busca de otras estancias de la casa.

Otra de las fuentes de calefacción doméstica era el brasero, que se disponía sobre tarima incorporada a la parte inferior de la mesa camilla, proporcionando calor a los pies y piernas gracias a la combustión del “picón” o de ascuas de leña o carbón procedentes de la lumbre. El “picón” lo proporcionaba Fidel (y antes su padre), en sacos, cada año a finales del verano o comienzos del otoño, y era un carbón muy menudo hecho de ramas de encina, jara o pino, que se almacenaba en las falsas o cimbras de las casas para echar mano de él cada día como fuente de calor doméstica. Una carga de brasero de picón solía durar 24 horas, según las “vueltas de badila” que se le dieran y la pericia de quien realizaba la operación. Con sus restos se prendía la carga del día siguiente.

El brasero de ascuas de carbón o de leña duraba menos, y algunas familias lo encendían cada mañana en la calle, a las puertas de sus casas, aprovechando el viento mañanero que avivaba el fuego. Los braseros, sin embargo, desprendían “tufo”, sustancia venenosa cuya inhalación producía con relativa frecuencia la muerte a alguna persona, cuando había mala combustión o poca ventilación en la estancia donde se ubicaba. La ventilación, sin embargo, era natural, pues las puertas y ventanas no cerraban herméticamente como ahora, sino que las rendijas y el desajuste eran habituales en el cierre de las mismas.

Permanecer mucho tiempo cerca del fuego o del brasero propiciaba a las mujeres la aparición de las antiestéticas “cabrillas” (o manchas moradas) en las piernas, lo que no sucedía a los varones por el uso del pantalón.

Como antes dije, mejor que peor se caldeaba la estancia donde se hacía la vida y transcurría la mayor parte de la jornada familiar. Pero había que desplazarse periódicamente al baño o a alguna otra habitación, y ello se pensaba dos y hasta tres veces antes de hacerlo, pues el contraste entre el lugar caldeado y el resto de las estancias era mas que considerable.

A la hora de acostarse, enfundarse entre las sábanas heladas (el lector no debe pensar en las sábanas de franela que llegaron después al mercado), era toda una heroicidad. Para mitigar el frío en los pies se utilizaban ladrillos calentados en la lumbre y envueltos en un paño, botellas de cristal o bolsas de goma con agua caliente, con el riesgo de destaparse por movimientos involuntarios del cuerpo, lo que motivaba que saltara el tapón y se derramara el agua, siendo peor entonces el remedio que la enfermedad. A veces nuestras sufridas madres utilizaban el brasero para quitar el helor a las sábanas e incluso algunas familias disponían de calentador de cama de cobre con mango de madera, cuyo interior se cargaba con ascuas procedentes de la lumbre.

Por la mañana el personal se aseaba lo justo, sin duchas diarias de agua caliente que proporcionaron los calentadores de gas butano y eléctricos que llegaron después. En la escuela o el colegio una buena estufa, generalmente de aserrín, para cuya carga había que tener cierta habilidad, pues si no se hacía con cuidado y diligencia se hundía el combustible y, al carecer de oxígeno, se apagaba de inmediato.

El aserrín era más barato que la leña, y lo proporcionaban las carpinterías y aserradoras locales. Para cargar la estufa se precisaba de un bastón cilíndrico y un aplastador. El bastón para hacer la chimenea y el aplastador para prensar el combustible hasta lograr un bloque compacto. La estufa era metálica, generalmente de hierro y se ponía muy pronto al rojo vivo. Sobre ella se disponía un recipiente con agua, cuya evaporación evitaba la sequedad excesiva del ambiente. El vapor de agua, al condensarse empañaba los cristales, en los que aparecían churretones que parecían las lágrimas del invierno. A veces también la pizarra (o encerado) acusaba esta situación, con lo que escribir con tiza sobre su superficie era poco menos que imposible.

Todo cambió con la llegada al mercado, y su generalización posterior, del gas butano en los años sesenta, más limpio, cuyas estufas (como las eléctricas) acabaron desplazando a las de leña o aserrín, que se adquirían en las ferreterías de Nieto (en la C. Mayor) o García Castillo (en la Gran Vía) generalmente, las cuales, en honor a la verdad, no han desaparecido del todo en nuestros días. Los calentadores de agua eléctricos o de gas, hicieron posible unas prácticas higiénicas impensables antes. El tiempo de los sabañones es ahora más llevadero para la población en general, y esta dolencia apenas existe en nuestros días.

Para terminar mencionaré una manera de calentar los pies sin necesidad de calor artificial, que utilizábamos los niños de mi generación. Póngase el lector interesado de rodillas sobre una silla, con los pies fuera de la misma. En unos minutos, por efecto de la circulación de la sangre, los pies entrarán en calor. Me lo enseño mi madre, y a ella la suya, en tiempos con menos adelantos.

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