Ya en la calle el nº 1041

Relojes

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])

Ilustración: Francisca Fe Montoya

Cuando yo era un crío, en la Primera Comunión, si había suerte, te regalaban un reloj. A mí me lo regaló mi tío Antonio, que vivía en Valencia y trabajaba en un taller de joyería. Fue el reloj de mi infancia y lo recuerdo apenas en la nebulosa de esos Relojesaños fugitivos a los que tantas veces he aludido en estas crónicas, pero entonces uno no necesitaba reloj, porque en la infancia, y más si la infancia transcurre en el barrio del Castillo, el tiempo era una entidad abstracta que apenas si nos concernía.

A los mayores les importaban las estaciones y el clima, porque estaban pendientes de la siembra, los riegos, los sulfatos, del abono y de la recogida de las exiguas cosechas, pero a nosotros, con llegar a la hora a la escuela y volver a punto de la comida y de la merienda, el resto era sol o penumbra, noche oscura o frío amanecer.
Mi abuelo Cristóbal, el Relojero, llevó el reloj de la Iglesia de la Asunción durante buena parte de su vida, incluido el breve espacio de la República, por lo que sufrió cárcel durante unos días, hasta que se dieron cuenta, supongo, que sin él, aquel emblemático artefacto no funcionaría bien nunca. Y, así ha sido por desgracia desde que falleció.
Recuerdo el reloj de mi padre, sobrio y varonil, con una correa de piel, y el de mi abuelo Pascual, en el bolsillo de su eterno chaleco, con su leontina de alpaca, el mismo que guardo yo como una reliquia en mi escritorio, porque así lo había querido él desde siempre. Cuando yo me muera, me decía con voz temblorosa y emocionada, este reloj será para ti.
El paso del tiempo y la tecnología asomaron también por aquellas calles empinadas de mi barrio, y en la adolescencia mis amigos del Castillo ya ostentaban primorosos relojes japoneses de marcas exóticas que salían en la tele. Mis amigos de la calle se remangaban la camisa y mostraban con orgullo aquellos rutilantes pelucos, modernos y de una exactitud casi insultante, con los que parecían mayores, más hombres y más hechos, pues ya tenían el dominio sobre un bien tan preciado, aunque a la mayoría de ellos el tiempo les pasaría por encima o los expulsaría del camino fácil de la vida.
Yo, en cambio, terminé la escuela, pasé por el instituto y desemboqué casi en el final de la carrera preguntándoles la hora a los otros. Todo fue un suspiro, el intervalo de un parpadeo. La vida, en fin.
El resto de mis relojes me los compró mi mujer. Recuerdo uno de bolsillo, elegante, que llevé durante mis primeros años de profesor y uno más, con la esfera protegida por una cubierta metálica con incrustaciones que lucí el día de mi boda y que usé durante años, hasta que cumplí los cuarenta y, de nuevo ella me volvió a regalar uno de pulsera con la correa de piel y de una marca excelente. Acaso merecí muy pronto, ahora no sabría decir por qué, otro reloj más, con un diseño original y de acero que me pongo los días de fiesta.
Pero el monstruo, soy consciente de ello, no se aplaca por tan poco y sigue ahí, al acecho, porque sabe que ganará la partida.

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