FRANCISCO MARTÍNEZ
La mañana de aquel noviembre triste y gris d
ejó de repente paso a un día soleado. Las nubes se alejaban como un rebaño perseguido por el viento y las avenidas se iban poblando de una muchedumbre ilusionada y dispuesta a disfrutar de un día singular. Ajeno al griterío de la multitud el hombre cargó el arma despacio, como si se tratase de un antiguo ritual, deslizando el proyectil suavemente por el orificio de la recamara. Había pensado en aquella escena cientos de veces ensayando los movimientos una y otra vez y no iba a fallar, no podía fallar. Sujetó la escopeta con firmeza, sintiendo el tacto suave de la culata sobre su mejilla mientras trazaba una línea imaginaria entre el visor y el blanco. El objetivo apareció por su derecha, el tirador guiñó su ojo izquierdo, siguió su movimiento con la línea del cañón anticipándose a su desplazamiento y por un momento colocó la cruceta del visor sobre la cabeza de la víctima, entonces retuvo la respiración durante tres interminables segundos y presionó suavemente el gatillo. La detonación quedó ensordecida por el sonido de una sirena de policía seguida de un coche de bomberos, el proyectil impactó de lleno sobre el blanco, el tirador cargo de nuevo el arma y volvió a disparar con la misma efectividad. La sorpresa y el estupor se apoderaron de las caras de todos los que asistían a la escena pero aún más de la del feriante que a regañadientes tuvo que ofrecerle el peluche más grande de la caseta mientras el camión de bomberos y el coche de policía seguían su eterna persecución en el tiovivo.
