Ya en la calle el nº 1041

¿Qué hacemos con los niños?

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA

Año tras año, con una tozudez implacable e impertinente, al final de cada curso, se plantea en casi todos los medios de comunicación este dilema. A uno le da la impresión de que la relación de los padres y los hijos no funciona del todo, de que no se soportan demasiado y de que el verano y las vacaciones resultan una prueba en exceso dura. Lo peor no es que padres e hijos no se lleven bien y les importune compartir tanto tiempo, lo peor es que la pregunta parece involucrarnos a nosotros, a los maestros y a los profesores, pues da la sensación de que los abandonáramos a su suerte, a los hijos en la infinita intemperie de julio y agosto y a los padres, dejados de la mano de Dios, solos ante el peligro de sus fieras domésticas e incapaces de hacerse de nuevo con sus vástagos.

¿Qué hacemos con los niños?PASCUAL GARCÍA/FRANCISCA FE MONTOYA

Año tras año, con una tozudez implacable e impertinente, al final de cada curso, se plantea en casi todos los medios de comunicación este dilema. A uno le da la impresión de que la relación de los padres y los hijos no funciona del todo, de que no se soportan demasiado y de que el verano y las vacaciones resultan una prueba en exceso dura. Lo peor no es que padres e hijos no se lleven bien y les importune compartir tanto tiempo, lo peor es que la pregunta parece involucrarnos a nosotros, a los maestros y a los profesores, pues da la sensación de que los abandonáramos a su suerte, a los hijos en la infinita intemperie de julio y agosto y a los padres, dejados de la mano de Dios, solos ante el peligro de sus fieras domésticas e incapaces de hacerse de nuevo con sus vástagos.
En mi infancia y en Moratalla las vacaciones del verano constituían una experiencia única para unos y para otros, porque en aquel tiempo y en aquella tierra había mucho que hacer por esas fechas y porque la escuela no era ni mucho menos lo único que teníamos en la cabeza. Un día regresábamos a casa por la tarde, con el sol muy alto, pues ya era verano, y le decíamos a nuestra madre que todo había acabado, que habíamos dado punto en la escuela, solíamos añadir, hasta septiembre pues. Entregábamos las notas y, a cambio, nos daban un bocadillo de paté o de sobrasada, y mi padre me decía que estaba bien, pero que tendríamos que ir a la huerta porque había muchas cosas que hacer o ayudar al abuelo con las ovejas, al menos en julio, porque en agosto solían mandarme a un maestro de verano para que repasara el curso y no se me olvidara lo aprendido, pero ni mi padre ni mi madre, y aún menos, mis abuelos se planteaban qué hacer conmigo y desde luego no entraba en sus planes enviarme a un campamento de inglés en la playa o en la montaña, a un curso en el extranjero o a cualquier otra actividad que los exonerara a ellos de atenderme cada día. Con el tiempo, como no me gustaban nada la huerta ni los animales, me las fui arreglando para llenar mis horas de estío con una cierta rentabilidad económica, que fue dando clases particulares de Latín y de Lengua, ayudando a los otros por un precio bastante razonable. Pero eso fue mucho mar tarde, por supuesto, porque los veranos de mi infancia, al menos las horas que me dejaron mi padre y mi abuelo, solía pasarlas con mi amigos del barrio del Castillo, pegándole puntapiés a un balón de plástico, contándonos historias en la baldosa del Rogelio, bajo la parra evangélica que nos aliviaba del sol inclemente y, a veces, por las tardes nos aventurábamos por esos pozos del río o nos bañábamos en las balsas de riego o subíamos muy de mañana, mi amigo Diego y yo, hasta el Peñón del Cuervo, cuyas cuevas y recovecos inspeccionábamos con gusto hasta que llegaba el mediodía y el calor nos devolvía al pueblo. Nos gustaba el monte y los espacios agrestes, nos gustaba La Casa de Cristo, La Pegueruela, El Fresne, La Umbría, Los Asares y volvíamos al Castillo renovados, como si hubiéramos vivido una experiencia única de supervivientes emboscados en la vegetación densa de un monte entrañable.
Nadie se preguntaba entonces lo que harían con sus hijos durante los dos o tres meses de vacaciones y, desde luego, nadie les reprochaba a las autoridades educativas o a los propios profesores de una manera tácita el estado de indefensión en que dejaba a las familias la vuelta a casa de los niños.
Hace tiempo, me temo, que perdimos el norte y un poco también… la vergüenza.
Con los míos intentaré pasar el mayor tiempo posible, como todos los años; espero que cada padre y cada madre hagan lo propio con los suyos.

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