ANTONIO F. JIMÉNEZ
Si en el campo amanecen las cosas con el habla de los pájaros, en la ciudad despiertan las calles con las frenéticas y lumínicas ambulancias. Cargan con alguna vida en el borde del fin, y todas las puertas de los 
ospitales se abren, cronométricamente, de par en par. Si el campo despierta con el martilleo aéreo de una mecánica, la ciudad se despereza con las máquinas que sulfatan la suciedad de ayer, borran los lapos del día, friegan las baldosas donde resonaron toda la noche los tacones de las hurgamanderas y recogen en el asomo del alba la nocturna lata de cerveza, que sufrió el chute último de un gamberro amoratado. Si en el campo aplauden con el viento los flecos de las palmeras y se menean tímidas las ramas del olivo –que tienen el color de las salamanquesas–, el viento repentino e industrial a la entrada de los metros sacude en los rostros como un guantazo fiero mientras el ulular silbante avisa en la profundidad y las escaleras mecánicas juegan a repetirse segundo tras segundo, jornada tras jornada, como ese engranaje decimonónico de cuerdas y ruedas que tienen los viejos relojes. Y si en el campo muere un hombre, se le recordará así pasen diez años o cien, cuando cada vez que jipen el yermo de las fanegas sufriendo un eterno barbecho recuerden el sudor de aquel. Pero si en la gran ciudad muere un hombre, no le recordarán así pasen diez años y tampoco pondrán una nota en su periódico que diga que ese hombre gastó la tinta de sus venas haciendo literatura, todos los días del año, en un papel lleno de prisas; se hará mutis porque se llama Jaime Campmany y es mejor que siga sufriendo la condena del prejuicio y el ostracismo, del que la gran ciudad de Sefarad gusta para con los suyos.
