Ya en la calle el nº 1041

Malditos cohetes

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA

De crío me aterraban los cohetes, como tal vez les haya ocurrido a muchos, aunque ya de mayor no ha sido nunca mi  sonido predilecto, no tanto por el impacto desagradable e inoportuno casi siempre, sino por esa agresión gratuita, simplona y primitiva, barata y cazurrona con la que unos pocos tienen el poder de molestar a muchos, una costumbre tan española y bárbara como algunas otras, que rompe la armonía del momento al arbitrio de algún descerebrado por el mero placer de disturbar y sin otro propósito de alcance.

Pero de crío era peor, lo reconozco, me pillaban siempre desprevenido, golpeaban mi oído y mis nervios a flor de piel en el momento menos pensado como el ladrido acerado de un perro agresivo o el estruendo escandaloso de una puerta metálica.

Escuchaba el zurrido del viaje del proyectil en dirección al cielo, ese siseo  desasosegante, la huida sonora que vaticinaba ineludiblemente la eclosión neta, la zozobra aérea que preludiaba el zambombazo, y notaba el estremecimiento de mi sistema nervioso y unos segundos más tarde llegaba el mazazo seco, siempre inesperado que conmovía todo mi ser y me dejaba a la intemperie, desnudo y desarmado, a la espera de un nuevo cohete. El terror de los primeros años, debido sobre todo al hecho de no poder controlar mis espasmos nerviosos, fue convirtiéndose de un modo paulatino en una molestia generalizada, en un malestar constante que iba acrecentándose en las cercanías de la Fiesta del Santo Cristo y alcanzaba su máximo esplendor durante las mañanas de encierro y en las tardes de suelta de vacas. Con el ánimo encogido, con el cuerpo preparado para recibir el estallido, sufría más los prolegómenos que el propio estampido y, ante todo, me costaba mucho relajarme y disfrutar mientras cruzaba la Calle Mayor, repleta de peñas, jóvenes jaraneros y música muy alta, como si me fuera internando en un territorio peligroso de una guerra temible, sembrado de minas, del que en algún momento me vendría la agresión resonante, sin avisar, como un latigazo insospechado e igualmente cruel.

A la vez me acobardaba mi propia actitud, porque el temor no procedía de los decibelios del trueno, porque si me preparaba para recibir el sonido de  la carretilla o de la piula, tampoco era para tanto, lo que me fastidiaba era su carácter fortuito e incontrolable; me agobiaba que cualquiera con muy poco dinero tuviera el poder de alterar mi ánimo e influir con tanta decisión en la estabilidad de mi espíritu en el momento en el que a él se le antojara, como esos palmetazos exagerados en la espalda que dan los que se creen en el derecho de llevar la camaradería hasta sus últimos extremos. Yo pensaba entonces que el ambiente de fiesta general no le daba derecho a nadie a sobresaltarme de aquel modo.

He superado muchos traumas de mi infancia, como cualquiera de nosotros, pero siguen molestándome en extremo las estridencias, las detonaciones y los estrépitos sin freno, tal vez porque nacen de lo más salvaje, animal y cruel de nuestra condición humana, justo de la frontera con el ámbito ambiguo donde no éramos todavía humanos y nos comunicábamos con gritos, chillidos, rebuznos, aullidos, barritos y bramidos y otras expresiones de este jaez que por fortuna ya no pertenecen a nuestra especie.

Me enoja todo lo que perturba el sencillo discurrir del pensamiento y de la sensibilidad, porque para celebrar que ha llegado la fiesta, que estamos contentos y que tenemos ganas de disfrutar con nuestros vecinos y amigos se me ocurren   otras expresiones de algazara como la música, el baile, el recitado o el paseo en compañía.

Llamadme raro si queréis.

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