Ya en la calle el nº 1041

Los primos y el verano

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA

Disfrutar de la familia, de los primos y de los tíos más o menos lejanos, a los que apenas hemos podido ver durante el año, constituye uno de los quehaceres entrañables del verano, al menos cuando uno es todavía un muchacho de pocas luces y ningún compromiso. Recuerdo ahora que bajaba a casa de mi tía Ramos y de mi tío Rubio con menos frecuencia de lo que hubiese deseado, porque aquel ámbito, situado en la calle Cebullana, constituía para mí casi un paraíso. Aunque mi tío era estricto y duro, yo era su sobrino favorito y mi tía Ramos era como mi madre; estaban, además, mis primas, con las que jugaba a menudo y que, siendo yo el más pequeño, solían mimarme y ofrecerme todos los juguetes de la casa. A veces el punto de encuentro, a mitad de camino, era la casa de mi abuela Rosa, en el Patio del Relojero, fresca en verano como una nevera natural y cálida en los días de frío.
Una parra y una higuera sombreaban la puerta y un pequeño huerto frente a la fachada principal mantenía el espíritu campesino de un entorno que mostraba la imagen delicada de un rincón natural.
En aquella casa convivíamos durante los veranos todos los nietos y todas las nietas, aunque, ahora que lo pienso, el único varón era yo. Y mi abuela Rosa gobernaba con dulzura y firmeza la logística doméstica, mientras elaboraba los potajes de pencas más deliciosos que he comido nunca, cocinados a fuego lento en las trébedes del hogar sobre las ascuas desde el amanecer casi. La casa se llenaba de los efluvios de las hortalizas, las verduras y las legumbres, cuya alquimia precipitaba en un caldo espeso y sustancioso. Los domingos había olla con carne de cerdo y pollo y comíamos todos a la mesa redonda y grande del comedor como en una gran fiesta que presidía mi abuela Rosa con el ademán de una gran matriarca, aunque su prudencia y su humildad la hacían a veces invisible.
La siesta sólo la dormían los mayores, porque los primos nos las arreglábamos para escabullirnos por las habitaciones en penumbra, donde podíamos zascandilear sin alzar demasiado la voz, contarnos historias de miedo o jugar a cualquier cosa (por aquellos días los niños no necesitábamos de los padres para jugar a nada)
Las tardes eran largas, tórridas, pero nosotros las llenábamos poco a poco con nuestro bullicio y nuestra complicidad; simulábamos dormir y nos íbamos tendiendo en las diferentes camas, de madera o de hierro, que mi abuela mantenía en cada habitación. En ocasiones nos escapábamos hasta las cámaras del piso de arriba, en el que mi abuelo Cristóbal, ya fallecido, había instalado su pequeño taller de relojero. Si rebuscábamos entre las cajas y los cajones, podíamos encontrar prodigiosos tesoros de otra época: maquinarias en desuso, carcasas de antiguos relojes, manecillas, tuercas, leontinas doradas y correas metálicas y, alguna vez, un mechero y abundantes restos de su pasión por el tabaco, que en aquellos días era cosa de hombres y estaba bien vista.
Los veranos pasaban veloces y los primos disfrutábamos como enanos hasta principios de septiembre, cuando los días iban acortándose y se acercaba con sigilo la amenaza de la escuela. Alguna vez un intruso o una intrusa molestaba nuestra paz vespertina y yo, investido de mi papel de macho protector, los corría a pedradas.
Asisto ahora al encuentro de mis hijos con sus primos cada verano, aunque la única abuela que vive ya es mi suegra Fe, y no puedo evitar un sentimiento de nostalgia, de complicidad y la certeza de que lo mejor de nuestra vida tiende a perpetuarse en nuestros vástagos y de que ésa es la única eternidad posible.

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