ANTONIO F. JIMÉNEZ
Se llamaba barro aunque Miguel se llamase. “¡Asfalto!: ¡qué impiedad para mi planta!/ ¡Ay, qué de menos echa/el tacto de mi pie mundos de arcilla/cuyo contacto imanta, /paisajes de cosecha,/caricias y tropiezos de semilla!”. Miguel Hernández escribió estos versos en el poema El silbo de afirmación en la aldea para El Gallo Crisis, una revista literaria dirigida por su gran amigo Ramón Sijé, que se editaba en Orihuela y se imprimía en Murcia entre los años 1934 y 1935. Lo que ahí escribía el poeta oriolano, que ya había publicado Perito en Lunas (1933), se alejaba de los elementos característicos de su poesía, según los expertos. Lo que se percibe entonces en estos escritos es un tono de confidencia entre Hernández y los suyos, los de Orihuela, su tierra y la de ellos. Él ya había estado en Madrid y es como si en estas letras les narrase a sus paisanos la epopeya de la urbe, el contraste entre la gran ciudad y su pueblecito de huertas, sierras y cabras. Y viene Miguel Hernández como un profeta, en un tono quizá menos vanguardista y más popular, para decirles que en Madrid iba su pie “sin tierra, ¡qué tormento!/vacilando en la cera de los pisos,/con un temor continuo, un sobresalto,/que aumentaban los timbres y el asfalto”. No les habla de sensaciones abstractas, ni de sobrecogimientos etéreos, sino de las plantas de los pies. Añora ese leve hundimiento cuando se pisa sobre la tierra o sobre al barro, en contraposición a la dureza marmórea de las baldosas de Madrid. Miguel se llamaba, aunque barro se llamase. No necesitaba un escritorio ni un despacho para escribir. Josefina Manresa, su esposa, muchos años después de la muerte del poeta, contó que él se marchaba a la sierra y allí hacía sus poemas. “Luego volvía a casa con una sonrisa muy abierta; una cara angelical”.