Ya en la calle el nº 1036

Los bienes del mundo

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PASCUAL GARCÍA

Guardo de mis primeros años, de aquellas precarias pero intensas fechas de Reyes Magos la sensación segura de que cualquier regalo es un don inesperado y de que recibirlo no siempre constituye un mérito, de manera que los regalos de Reyes pueden ser caros, sofisticados, elementales o rudimentarios, pero uno debe recibirlos con la sorpresa natural del que ignora su origen, su causa o su proceso, y ahí reside la magia de todo, no en que nos echen una bicicleta o el último modelo de móvil.

Recuerdo que entre mis primeros regalos había un camión de plástico duro y un puñado de figuras de vaqueros y de indios, una media docena escasa, que, sin embargo, me acompañaron toda mi infancia, estimularon mi imaginación y me proporcionaron un sinfín de horas de juego placentero; luego, otro año, me echaron una armónica que nunca supe tocar bien, más tarde, un coche de carreras, después, una diligencia tirada por seis corceles de plástico con su conductor del mismo material y, de repente, cumplí los siete años y don Antonio, mi maestro, tuvo el valor de desvelarnos el secreto, tal vez, y lo pensé luego, porque entre los compañeros de la escuela había quien recibía siempre más y mejores obsequios y don Antonio pensó con buen juicio y sentido de la justicia que en segundo de primaria ya era un buen momento para saber la verdad y acabar con aquel reparto arbitrario y desigual de los bienes del mundo. Seguiríamos siendo pobres y ricos, pero ya no les echaríamos la culpa a los Reyes Magos de nuestras respectivas decepciones, porque todos sabríamos quien los compraba cada año y por qué eran tan heterogéneos y dispares, al margen de que nos hubiéramos portado mejor o peor durante aquellos doce largos meses.

Con el tiempo me consolé con esta revelación, porque en principio el descubrimiento del misterio me trajo un sabor agridulce y al año siguiente la inauguración de una costumbre de presentes prácticos y necesarios y, por supuesto, aburridos, un juego de pañuelos, un frasco de colonia, un pijama de invierno y la tristeza de que la infancia se había acabado al fin y con ella la ilusión y aquellos obsequios enigmáticos que eran un premio sin explicación y, por ello mismo, más satisfactorios, más atractivos, porque la fascinación estribaba justo en la ausencia de motivos para recibir el don de una pistola de fulminantes, una muñeca de trapo o una espada de madera de no se sabía bien dónde, de un Oriente inubicable y muy lejano, de manos de tres personajes que habían hecho lo mismo con un dios recién nacido del que se contaban historias contradictorias e inverosímiles, y todo muy extraño, muy confuso y, a la vez, milagroso y admirable.

Nunca recibí de ellos una bicicleta que, acaso, no me hubiera resultado práctica en aquellas calles empinadas del Castillo, ni un tren eléctrico, que yo empezaba a ver en los anuncios de la televisión, ni un excalestric para jugar en mi cocina junto a mi madre ni un pequeño proyector de cine con pequeñas películas de dibujos animados, ni tantas cosas que no formarían parte nunca de mis juegos de infancia y cuya falta terminaría enseñándome la resignación y la conformidad ante las cosas que yo no podría conseguir, porque, cuando pasaran aquellos primeros años, ya todo sería distinto y nada volvería, aunque tuviera más dinero y pudiera comprar más cosas.

El dinero no lo es todo, dicen aquellos que lo tienen en cantidad, para que los pobres abdiquen de su esperanza, pero los Reyes traen con ellos una terrible iniquidad, un atropello a la inocencia y un abuso manifiesto que evidencia las profundas desigualdades humanas.

Con una república de juguetes todo iría mejor, seguro.

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