Ya en la calle el nº 1041

El último espartero

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pedro Antonio Martínez Robles.

Dice Pepe el Pastorcillo que teje el esparto para que no le vengan a la cabeza cosas malas; o, lo que es lo mismo, que mientras trenza el esparto no piensa en lo que no quiere. Su último legado es una serie de miniaturas que, junto a otras manufacturas de mayor tamaño, he tenido la suerte de mirar, o admirar, en un expositor que hay en la Casa Granero de los señores condes del Valle de San Juan (que tanto vio otrora y tanto le queda por ver), convertida hoy, felizmente, en Casa de la Música, Museo del Arroz y sede de la oficina de Turismo.

Debo aclarar, para evitar confusiones entre posibles lectores de esta vecindad, que he tomado la palabra espartero que da título a estas líneas en la justa definición que ofrece la Real Academia Española de la Lengua, que nos dice que espartero es la persona que fabrica obras de esparto o que las vende, prescindiendo en este caso de la acepción vernácula, que nos enseña que espartero es la persona que se dedica a las faenas de arranque y acarreo del esparto y a cuya figura no hace tanto se le rindió perpetuo homenaje en talla de bronce a tamaño natural en una plaza del pueblo.

Pues bien, decía que dice Pepe el Pastorcillo que teje el esparto para que no le vengan a la cabeza cosas que no quiere. Y el experimento se ve que funciona, pues sólo pensando cosas buenas, o no pensando cosas malas, puede uno mantener un pulso tan delicado como el que se precisa para elaborar las obras de arte que nos ofrece y en las que, según me cuenta, tras coger el esparto, cocerlo y picarlo, aún tiene la paciencia de abrir en dos sus delgadísimas hojas de aguja para trenzar miniaturas que son casi del tamaño de un dedal. Paciencia de orfebre la de Pepe, que también me cuenta que no encuentra a nadie interesado en aprender el arte de la espartería para que pueda salvarse del olvido y el abandono definitivo esta habilidad ancestral, y esto sí que es penoso, pues no se me ocurre ahora de qué mejor manera podremos algún día, enfrentados a la soledad de nuestros fantasmas, apartar de nuestras cabezas las visitas no deseadas.

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