Ya en la calle el nº 1041

El perro del hortelano

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

ALFONSO GIL GONZÁLEZ

Supongo que cuando Lope de Vega, sacerdote por cierto, escribe su famosísima comedia cortesana, ya se darían en aquellaEl perro del hortelano sociedad las consecuencias de quienes, movidos por celos o envidias, según refleja Pilar Miró en su película homónima, intentan que no suceda lo que ellos no han podido o intentado conseguir. Siempre se ha dicho que el pecado nacional es la envidia. La envidia cochina que intenta impedir que los demás puedan realizar o llevar a cabo hermosas tareas para nuestra sociedad o para la Iglesia. Si resulta que fulanito, o fulanita de tal, ha conseguido lo que yo siempre deseé, pues voy a ver si le pongo las zancadillas necesarias para que no brille, para que no se le considere. Después de todo, se ha salido de lo común, de la vulgaridad, de lo correctamente aceptable, y no va a venir, ahora, este politiquillo, este don nadie, a darme lecciones de cómo hacer que los ciudadanos estén más contentos, de que los feligreses no se me vayan, de que los alumnos amen la asignatura, etc…
Ciertamente, la política y la religión son campos propicios para que surjan los “perros del hortelano”, pero no son los únicos. La vida cotidiana, el trabajo, las amistades, la banca, la educación, la sanidad, y cuanto puedan ustedes imaginarse, generan esa especie de canes que ni comen ni dejan comer, que ni trabajan ni dejan trabajar, que ni se santifican ni dejan ser buenos, que ni sirven ni dejan servir. Porque pareciera que son el ombligo del mundo, alrededor del cual todo debe girar.
Pero, como también suele suceder, hay perros que sólo obedecen a su amo; mejor aún, que son la “voz de su amo”, como esa marca discográfica del pasado siglo. Dicho sabueso tan sólo distingue la voz de quien le alimenta, cuida y doma. Y, como en el origen pictórico de dicha marca, no importa que el amo haya envejecido o muerto. Lo que importa es hacerse a la idea de que lo escucha y de hacerse su portavoz. Mas, eso sí, que no venga otro can a decirle que él también oye esa voz; porque, entonces, no habrá ladridos suficientes para ponerse de acuerdo. Y, al final, será el perro del hortelano quien imponga su voluntad, si es que los perros gozan de esa prerrogativa tan esencial a los seres libres.

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