Ya en la calle el nº 1041

El Dulcinea

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

José Antonio Melgares Guerrero/Cronista Oficial de la región de Murcia, de Caravaca de la Vera Cruz.
Si a lo largo de la segunda mitad del S. XX ha habido un lugar de referencia en Caravaca, punto de encuentro y sitio donde se han cerrado tratos de la más diversa naturaleza, ese ha sido, sin ningún género de dudas, la cafetería Dulcinea, conocida por todos en la ciudad, en la comarca e incluso en la Región. Su ubicación estratégica desde el punto de vista urbano, su prolongada existencia en el tiempo, la calidad de los productos allí servidos y también el trato amable de sus dueños y empleados, han aumentado su popularidad durante más de medio siglo y ahora, cuando otras manos la regentan y hasta de otra manera se denomina, a nadie se le ocurre hacer mención a dicha cafetería que no sea con el primitivo nombre de Dulcinea.


El local abrió sus puertas en el año 1950 vinculado a la vecina Fábrica del Chocolate. Lo abrió Enrique López Reina para atender a la población ofreciendo chocolate y bollos que se vendían al precio de dos pesetas. Luego llegaría la ampliación del local y también de la oferta. Aquel adosándosele un espacio que se encontraba a la izquierda de la entrada, y esta ofreciendo a la clientela servicio de bar, confitería y, pasados diez años, restauración. También se amplió el espacio hacia el interior (donde luego se ubicaría la Hermandad de Labradores), utilizado durante años para el juego del dominó en las horas de la sobremesa previas a la entrada vespertina a los respectivos trabajos. En sus mejores momentos la superficie total de Dulcinea fue de 350 metros cuadrados.
Junto a Enrique comenzaron a trabajar en la atención al público Teresa y Basilisa, éstas con uniforme, y tras la ampliación comenzó a encargarse de la cocina Encarnita López Villena (hermana del dueño), y Josefa, encargándose de la limpieza y decoro del local otras personas. El restaurante, separado por un biombo del resto de la sala, tuvo seis mesas y de su atención se encargaron los hermanos Medina: Julián, José y Paco (este último muy recordado como Paco el de Dulcinea que, con el tiempo sería conocido entre la población por Paco Liceo, de quien se trata en otro capítulo de este libro).
Entre los recuerdos de la vieja Dulcinea (cuya denominación le fue sugerida a su dueño por un establecimiento similar de Madrid), siempre vienen a la memoria de los mayores las dos peceras con vistas a la Gran Vía, existentes en el salón anexo ya citado, conocido por los dueños como el Salón de los lores, que nació como salón de te donde se daba cita la flor y nata de la sociedad de la época en amenas tertulias con la excusa de tomar un buen café.
También ocupa lugar privilegiado entre los recuerdos de la antigua Dulcinea su puerta giratoria, que instaló en 1956 el carpintero local Luís Zarco, cuya misión fundamental era la de conservar la temperatura interior. Aquella puerta, la primera de estas características instalada en la ciudad fue objeto de juego para los niños y motivo de chanza para los dueños y empleados, quienes disfrutaron durante un tiempo lo suyo con las anécdotas que la misma les procuró.
Y también, el buen café siempre allí servido cuyo secreto consistía en la mezcla del colombiano con el torrefacto, todo recién tostado, cuyo resultado era un producto cremoso y muy aromático, conocido y reconocido en toda la comarca.
Dulcinea fue escuela de camareros. A los ya citados de los primeros tiempos hay que añadir a Emilio, Juan el del Comunicando, Miguel el Garci, Herminio Montiel, Antonio Morenilla, José el Cocinero y Sebastián entre otros, establecidos posteriormente por su cuenta, a quienes contaba como punto a su favor en sus respectivos currículums el haber trabajado en dicha cafetería y restaurante.
El horario se prolongaba de manera ininterrumpida desde las 6 de la mañana hasta bien entrada la madrugada mientras había gente. A primera hora abría el local Pedro Fuchina, empleado de la Fábrica del Chocolate. A las siete se incorporaba el personal, cuya jornada se dividía en dos turnos, uno entre las 7 y las 14 y el otro desde las 14 a la hora de cierre. En verano, al trabajo en el interior del establecimiento se añadía el servicio en la terraza y hasta en el del Cinema Imperial por las noches, cuya consumición en aquel espacio cinematográfico se aumentaba en un veinte por ciento respecto del precio de la barra.
Entre la clientela se podía contar a representantes de todas las clases sociales, entre quienes se encontraban desde quienes iban por puro deleite a los que iban a hacer negocio, cerrar tratos ganaderos, rústicos e inmobiliarios. Directores de bancos al encuentro con clientes. Búsqueda de oficios cualificados, obreros braceros, servicio de motocarros y taxis y un largo etcétera que el lector recordará, a los que se unían vendedores de lotería nacional e iguales, aburridos a la búsqueda de conversación y artistas que, los lunes, trabajaban en el Cinema contratados por la empresa Orrico.
El obrador se encontraba en el sótano, con puerta trasera a la C. Trafalgar a donde llegaban los camiones con suministros, y otra al zaguán del Edificio Dulcinea que integraba la cafetería. En el obrador existía una especie de sancta sanctorum o cámara acristalada donde se guardaban y conservaban los dulces aguardando su consumición por la clientela. Entre éstos, el más codiciado era el tocino de cielo, y también los cuernos, torrijas, medias lunas, bizcochos, cordiales y trovadores. Allí se preparaban las bodas del campo, cuya celebración era a base de bandejas de dulces, y también bolsas de recuerdo que contenían un casco glaseado, una pera confitada y un cordial. Ni que decir tiene que también se fabricaban y vendían en Dulcinea las tortadas caravaqueñas y las típicas yemas de Caravaca, comercializadas por vez primera con el nombre de Reina a las que, pasado el tiempo se las acabó envolviendo en chocolate a sugerencia de Romualdo López Bustamante.
Pasados los años Dulcinea comenzó su declive. Desapareció el Salón de los lores y sus peceras. También desapareció el salón de juego, e incluso la razón social pasó de Enrique a su mujer Amparo Rueda Santoyo. La gerencia pasó a manos de Pascual (hoy de cafetería Roma, en Avda. de la Contitución), y Enrique, como agente comercial titulado amplió el espacio de venta de dulces, que hacía personalmente en Elche, Águilas, Lorca y Hellín, hasta el cambio definitivo actual en que el negocio buscó la propiedad de otras manos, cambiando su aspecto, su distribución y hasta el nombre, aunque no por ello, como se ha dicho antes, la sociedad local haya dejado de mencionar el lugar con su antiguo y tradicional denominación.
Para terminar me referiré a otro de los recuerdos de la vieja Dulcinea, impreso en la mente de los mayores, que no es otro que el friso corrido pintado por el artista Luís Toledo en el frente del mostrador, en el que se representaba a D. Quijote, lanza en ristre, montado en caballo de madera, a punto de arremeter contra lejanos molinos de viento instalados en un paisaje manchego. La pintura la pagó Enrique al artista en especie a lo largo de meses, y fue la manera de cobrar las múltiples consumiciones adeudadas por aquel.
El resto de tantos recuerdos y vivencias que sugiere Dulcinea a mayores y jóvenes, los dejo para que cada lector los utilice a su antojo, extrayéndolos del archivo de su propia memoria, siempre sin olvidar que para Caravaca y sus gentes Dulcinea ha sido siempre, durante más de medio siglo, algo más que un bar.

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