Ya en la calle el nº 1040

Zenobia: el goce de sufrir

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

GLORIA LÓPEZ CORBALÁN

¿Quién no se acuerda de Juan Ramón Jiménez? ¿Pero quién se acuerda de la mujer que durante casi cuarenta años hubo detrás de él? Esa que se impuso la obligación, como un destino, de buscarle el bienestar para que fluyese el don que él llevaba dentro. Su gozoso tormento consistió en aguantar al poeta de carácter agrio y enfermizo que no hizo otra cosa que no dejarla sonreír a ella.

Zenobia Camprubí nació en 1887 y fue educada junto con sus cuatro hermanos en Harvard. A los nueve años la madre, recién divorciada de un marido vicioso del juego y arruinado en la Bolsa, se llevó a su hija a Nueva York. Regresaría a España en 1909 donde alternaba desde el Lyceum Club junto con Victoria Kent, como en las famosas fiestas que daban los Byne en su piso la Gavina. Justo al otro lado de la pared, en una pensión regentada por la otra España, vivía entonces un joven poeta, Juan Ramón Jiménez, que oía todas las noches las risas de la fiesta. El joven procedía de una familia de vinateros, arruinados tras la muerte del padre, que pronto aprendió que cuanto más se llora más se mama, y a hacerse el enfermo para conseguir toda clase de mimos y salirse siempre con la suya. Creció rodeado de caprichos y, cuando en 1900 llegó a Madrid con 19 años, ya había dado señales de ser un poeta superdotado.

De cómo dos almas tan dispares vinieron a juntarse son cosas que ni el destino se explica.
A partir de 1911 Juan Ramón ya era un poeta admirado. Vivía en la Residencia de Estudiantes y allí acudió la risueña joven una tarde de primavera. El poeta se enamoró de la risa limpia y fresca que le rechazaba una y otra vez. Porque eso es lo que hacía la joven, rechazarlo una y otra vez, y el poeta pasó al plan B, acosarla con versos cada vez más encendidos, hasta tal punto que ella escogió el plan C: huir despavorida lo más lejos posible: a Nueva York, pero, como muchas letras tiene el abecedario, él siguió con el plan D, de seguirla por el Océano. El caso es que, por necio, o por aburrimiento, o porque espantaba a otros, la joven risueña y el triste poeta se casaron en marzo de 1916. Abandonó todo que no fuese atender a Juan Ramón, que se pasaba los días enfermo, creando, en quietud y silencio. Ella, que en su día había cogido su propia pluma, sacrificó su propio talento literario al de su marido, sin duda más elevado, y en adelante se limitó a sobrellevar la amargura que le producían sus continuas depresiones con su propia alegría innata, siempre dispuesta a levantar el ánimo de aquel ser egocéntrico que le había tocado en suerte, o que ella misma había elegido. A partir del exilio de la Guerra Civil Zenobia comenzó a escribir sus diarios, que inició en La Habana en 1937 y que nos cuenta su peregrinar de Cuba a Nueva York, después a Miami, para terminar en Puerto Rico. Para esos entonces Zenobia ya estaba herida de muerte por un cáncer contraído en 1931. Una enfermedad que también dejó de lado por atenderle, y que se la llevó, sin su permiso, el 28 de octubre de 1956, tres días después de enterarse de que le habían concedido el Premio Nobel a su marido. Eso si, antes dio las instrucciones oportunas para el bienestar futuro del poeta.

«….Y yo no acabo de ver ningún ideal que valga el arrojar una vida, pese a todo lo que se proclama».

Y si ella lo dice…

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