Pascual García ([email protected])
Era noviembre cuando volvíamos exhaustos y felices de la vendimia en Francia. Era fiesta y ya mordía la fiera de finales de otoño en nuestra piel, mientras la luz iba desvaneciéndose hacia una noche larga y destemplada, se olía a las ramas quemadas de las podas y a los primeros fuegos en las chimeneas de algunas casas. Volvíamos con el cuerpo dolorido y el alma templada, pero nos sentíamos héroes del trabajo y de la supervivencia, al menos así me sentía yo en mis primeros años de la adolescencia, y el pueblo, Moratalla, constituía nuestro festino y nuestro éxito particular, pues traíamos con nosotros los buenos jornales de las tierras galas y muy pronto empezaríamos a comprar en las tiendas que habían permanecido moribundas durante un par de meses, a la espera de nuestra venida providencial, alguno arreglaría su casa, adquiriría un pequeño olivar o metería sus ahorros a plazo fijo no sin antes aguardar a la entidad bancaria que cambiara los francos por pesetas con un mayor beneficio, porque nosotros habíamos tenido reaños para trabajar duro algunas semanas, apartados de nuestra rutina y de nuestra querencia, pero del mismo modo nos habíamos traído las perras con nosotros, mi padre en un bolso de tela que le había confeccionado mi madre y del que no se separaba ni un instante en ese largo viaje de vuelta, porque en él había depositado su vida y la de su familia durante el invierno cercano; por espacio de unos días tantearían el mercado local de divisas que les ofrecían las entidades bancarias de la Calle Mayor, y en algún momento depositarían su tesoro en alguna de ellas, en la que mejores condiciones económicas les ofreciesen. Eran jornadas de zozobra, de idas y venidas, de confidencias entre los hombres que se apostaban cada tarde y cada noche en la Farola con el aplomo de los que han justificado sobradamente su valor, sus agallas y su fortaleza y están a la espera de recibir su parte de aquella aventura.
Recuerdo que casi siempre sonaban los dobles funerales de las campanas de la Asunción, que bajaba todos los años con mis primas y mi abuela Rosa al cementerio y jugábamos toda la tarde entre las tumbas de mis antepasados. No recuerdo que hubiera tristeza en el ambiente, era más bien la acostumbrada atmósfera plomiza y melancólica de noviembre, el asomo de los ásperos fríos del invierno y la liberación del yugo francés, donde todo era caro y laborioso, antipático y obligado. Soñábamos entonces con la libertad de Moratalla, con la cerveza y el tabaco a buen precio, con la familia y con los amigos, porque uno solo echa de menos lo que ha tenido siempre cuando está lejos y sabe que lo ha perdido.
El que ha sido emigrante, aunque lo haya sido solo por un tiempo breve, conoce de sobra ese sentimiento entrañable de pertenencia a un pueblo, cuyos valores comparte con sus vecinos y cuya memoria suele llevar encima siempre. No es que nos acordáramos de Moratalla en aquellos días de trabajo y privaciones, es que iba con nosotros o nosotros íbamos con ella porque el pueblo podía estar en cualquier parte y nosotros no ignorábamos que un día regresaríamos al otoño frío y penumbroso del Día de los Santos, descenderíamos de un autobús en el Barrio Nuevo, frente a la fragua del Candelo, nos repartiríamos las maletas y las bolsas y emprenderíamos el último tramo de aquel viaje a ninguna parte, hasta la calle donde nos esperaba mi abuelo Pascual, alborozado y entusiasta, porque estaba a punto de abrazar a su nieto y proseguir con su vida de siempre, rodeado de su familia , orgulloso y feliz.
En estas fechas de difuntos, flores y recuerdos, pese a la terrible amenaza que se cierne sobre todos, me consuela imaginar aquella vuelta dichosa de cada principio de noviembre a la ceremonia anual de la nostalgia.