Ya en la calle el nº 1040

Vivo cantando

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])
No sé si se trata de un efecto de la crisis, no de la actual crisis económica, sino de una crisis anterior y más grande, de una crisis fin de milenio o principio de otra era, pero el caso es que nos ha dado a todos por cantar y se han llenado las televisiones y las cadenas de radio de profesionales de la voz acordada y melodiosa que repiten fórmulas manidas, con letras que inevitablemente riman en ón y en ía e intérpretes que a falta de un buen diafragma, gritan como posesos y nos hacen creer en su potencia musical y en su garganta profunda.
El que canta su mal espanta, salmodiaba mi madre, pero en los últimos tiempos da la impresión de que agravamos, en cierta medida, ese mal, de que añadimos mal gusto, peor estética y chillido estridente para contar la más elemental y simple de las historias, aquella que nunca nos hará olvidar la realidad más cercana y acuciante, a un estado de cosas, ya de por sí, bastante jodido.
Tal vez, si probáramos con una soprano de altura, como la Caballé, o con un tenor de excelencia, como Alfredo Kraus, la cosa sería muy diferente, pero nos engolfamos en la vulgaridad y pretendemos gestos de una falsa excelencia, palabras grandilocuentes y vacías con las que procuramos alabar la actuación de un petimetre sin voz, de una chica gritona con buena delantera y unas piernas esbeltas, pero casi sin espíritu.
Y lo peor no es esto; lo peor es que esta mentira, este fraude del que muchos somos cómplices lo extendemos a diversos órdenes de la vida. Leemos sin criterio alguno y emitimos juicios que nos sobrepasan, escribimos sin pudor, pero con muy buena intención, eso sí, porque a nadie le hacemos daño y nos permitimos la chulería de aconsejar en materias de las que no tenemos ni idea, mientras proclamamos arrogantes que todos las opiniones valen y esa zafiedad tan repetida de que para gustos, los colores.
Por supuesto que no sirven todas las opiniones o, de lo contrario, cada vez que nos doliera el brazo izquierdo o el riñón derecho o la cabeza, nos acercaríamos hasta la tienda de la esquina para pedir un diagnóstico médico y unas pastillas; o requeriríamos el consejo de un municipal, cuando descubriéramos una grieta amenazante en uno de los muros de nuestra casa, o acudiríamos al kiosquero más próximo para que nos defendiera en un proceso judicial.
Vivimos una época de cantinelas livianas y musiquillas ligeras, de lecturas baladíes y dictámenes ramplones y solemnes, porque hemos caído en el error de extender hasta el absurdo el concepto de democracia, de igualdad y de participación. Y, no obstante, cuando el cirujano entra en el quirófano para reparar una hemorragia cerebral o un infarto de miocardio, a nadie se le ocurre entrar con él para exponer su criterio y ayudar con sus apreciaciones. No conozco a nadie que le haya enmendado a Einstein su famosa teoría mientras tomaba un café en el bar de la esquina o se comía el bocadillo del almuerzo en un descanso de la mañana. Aunque también aquí aduciríamos aquella estupidez de “para opiniones, los colores”.
No tengo nada contra el que canta, escribe u opina sobre determinados asuntos de los que no sabe mucho, pero me irritan los bobos majestuosos y pedantes que venden humo a precio de oro. La televisión ayuda en esta tendencia, pero todos nosotros ponemos nuestra parte en el atrevimiento de querer saberlo todo y en la osadía de mojar nuestra ignorancia en todas las salsas.
Que cada cual haga su trabajo lo mejor que pueda, que el maestro enseñe, los padres eduquen, los políticos gobiernen con vergüenza y honradez y los artistas nos concedan su misterio, el verdadero, no la máscara, y abandonemos de una vez por todas esa tozuda inclinación por el intrusismo a ultranza, como si no desconociéramos nada de lo que nos rodea o, peor aún, tuviéramos el sacrosanto derecho de meter nuestras narices, muy pocas veces expertas o prudentes o limpias, en todo lo que no nos concierne.

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