Ya en la calle el nº 1040

Valor para vivir

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])

Ilustración: Francisca Fe Montoya

Con el tiempo, mientras la vida iba poniéndome en el camino todas las trabas habituales, y alguna excepcional, y la adversidad se cernía a veces como una sombra infausta sobre mí o mientras el trabajo, la salud y otras circunstancias me impedían disfrutar del todo de las horas, porqValor para vivirue la vida es larga y da muchos disgustos y la mala suerte acecha de continuo, pensaba que me había criado en El Castillo y que me había hecho un hombre en aquellas calles en pendiente y junto a hombres y a mujeres que no cesaban de luchar cada día por el pan de los suyos, que todos habíamos compartido el sudor, el trabajo y la falta de medios, marginados en un territorio tan hermoso como empobrecido, soñando sueños imposibles, mientras pateábamos con saña en aquellos callejones estrechos y helados una pelota de plástico.

Y solo entonces me tranquilizaba, tomaba aire y me daba cuenta de que había sido adiestrado, de una forma inconsciente, para superar cualquier desastre y arrostrar con decisión el destino que se me había reservado. Mi origen era casi un aval para superarlo todo, porque buena parte de las incomodidades que me iba encontrando ya las conocía. Recuerdo que en la mili, que hice después de aprobar las oposiciones, dormíamos en literas viejas y nos tapábamos con sábanas y colchas zurcidas, pero yo recordaba las literas de Francia, en la vendimia o de algún mes de agosto en los invernaderos de Cartagena, cogiendo pimientos, y era consciente de que podría con todo, como había podido antes, cuando me aguantaba las ganas de beber agua en el tajo o de hacer alguna necesidad perentoria.
Era un joven entrenado en los rigores de una vida austera y podía soportar el frío, la fatiga, el calor o la sed durante algunas horas. En el trabajo me acompañaban mis recuerdos y una imaginación poderosa. Aquella imaginación, compuesta de deseos y de esperanzas que habrían de cumplirse por fortuna, me salvó del inmenso tedio de las horas largas e interminables en el vacío de la nada.
Además, desde críos habíamos competido en la calle, pero también en el bancal; habíamos corrido y saltado, habíamos transportado sacos de almendra y de oliva, cajas de albaricoques o cubos de uva, calderetas de cemento y ladrillos y piedras y vigas, y habíamos aprendido que el trabajo no solo había que hacerlo bien, sino que había que hacerlo pronto, lo más pronto posible.
Reconozco que nos perdimos las clases de tenis y de violín, que ahora practica mi hijo, por cierto; que no tuvimos yate ni caballos de pura raza ni viajamos al extranjero por gusto, sino por necesidad, ni supe lo que eran las vacaciones de verdad hasta que no tuve un trabajo de verdad. Ni siquiera celebrábamos los cumpleaños ni acudíamos a un restaurante los sábados ni nos tomaba medidas nuestro sastre particular cada temporada para ampliar el armario.
Todo eso y algunas cosas más lo vimos más tarde en la televisión y en el cine y nos pareció como de película, pero, a cambio, nosotros nos educamos en los valores de la calle y de los hombres y las mujeres que nos rodeaban, en la honradez del esfuerzo y en la necesidad de construirnos un futuro mejor.
Y a algunos no nos fue tan mal.

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