Ya en la calle el nº 1040

Vade retro, bárbaros

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García/Francisca Fe Montoya

Hay pueblos que se degradan y pueblos que envejecen con cierta dignidad; lamentablemente Moratalla pertenece a los primeros, al menos ésa es la última imagen que conservo de su calles. Sé que solo el dinero contribuye a iluminar las cosas, al brillo de los objetos y de las piedras, la inversión en fachadas y en inmuebles del casco viejo, el cuidado de ese dédalo misterioso y centenario de callejuelas que suben al Castillo, donde continúa mi casa incólume, guardada todavía por un soldado firme e inquebrantable al desánimo, nonagenario e irreductible que se llama Pepe y que es mi padre. Gracias a él, a su presencia voluntaria y omnipresente la casa de mi infancia y de mi juventud continúa en pie, mientras a su lado comienzan a hundirse, hostigados por la incuria y el desprecio de sus propietarios, inmuebles contiguos, que de una forma irremediable afectarán a la estabilidad de mi casa.
Un pueblo atestado de historia y de belleza, natural y abrupta, como la sierra cercana necesita de un mimo particular para seguir adelante y para protegerse de las amenazas de la modernidad, de la pésima educación y de la barbarie que provoca la ignorancia y el descuido. Recorrer la Calle Mayor desde la Plaza de la Iglesia hasta la Glorieta o el Ayuntamiento es constatar el abandono y el menosprecio, la ausencia de armonía en muros, paredes, puertas y balcones, como si la pequeña grandeza de esa misma calle que mi recuerdo conservó como una reliquia hubiese ido de una forma progresiva desapareciendo como una sombra del pasado.

Pascual García/Francisca Fe Montoya

Vade retro, bárbarosHay pueblos que se degradan y pueblos que envejecen con cierta dignidad; lamentablemente Moratalla pertenece a los primeros, al menos ésa es la última imagen que conservo de su calles. Sé que solo el dinero contribuye a iluminar las cosas, al brillo de los objetos y de las piedras, la inversión en fachadas y en inmuebles del casco viejo, el cuidado de ese dédalo misterioso y centenario de callejuelas que suben al Castillo, donde continúa mi casa incólume, guardada todavía por un soldado firme e inquebrantable al desánimo, nonagenario e irreductible que se llama Pepe y que es mi padre. Gracias a él, a su presencia voluntaria y omnipresente la casa de mi infancia y de mi juventud continúa en pie, mientras a su lado comienzan a hundirse, hostigados por la incuria y el desprecio de sus propietarios, inmuebles contiguos, que de una forma irremediable afectarán a la estabilidad de mi casa.
Un pueblo atestado de historia y de belleza, natural y abrupta, como la sierra cercana necesita de un mimo particular para seguir adelante y para protegerse de las amenazas de la modernidad, de la pésima educación y de la barbarie que provoca la ignorancia y el descuido. Recorrer la Calle Mayor desde la Plaza de la Iglesia hasta la Glorieta o el Ayuntamiento es constatar el abandono y el menosprecio, la ausencia de armonía en muros, paredes, puertas y balcones, como si la pequeña grandeza de esa misma calle que mi recuerdo conservó como una reliquia hubiese ido de una forma progresiva desapareciendo como una sombra del pasado.
Parece como si los nuevos tiempos se empeñaran en el ruido y en el mal gusto, en la suciedad y en el vacío y como si los hombres y las mujeres que pasábamos y pasan por una calle que guarda nuestra memoria sentimental ni siquiera pudiéramos protestar por tanto malandrín apostado tras las nobles rejas de una casona del siglo XVIII. Y, entonces, uno recuerda los versos de Quevedo: “¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?/ ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”
Al Ayuntamiento le toca bailar con la más fea como suele decirse, no le queda más remedio, y entenderse con los salvajes que ensucian el pasado y denigran el presente, y nos avergüenzan a los que llevamos a nuestros amigos forasteros, después del inevitable viaje al monte, para que vean el idilio de las calles más bellas del mundo, las que siguen oliendo a lances de honor, encuentros furtivos en la madrugada y secretos de alcoba bien guardados, legajos de arcaicos manuscritos y joyas de familia guardadas en arcas aromáticas, y cortinajes de terciopelo y de siglos y de polvo.
Me disgusta que el presente se olvide de la pátina labrada por la leyenda y por las viejas gestas se siglos atrás y vuelva su rostro ignorante y tenaz al misterio bien conservado de piedras que hablan, de ventanas enrejadas que conservan las confidencias de viejos amantes, de poetas anónimos o de conspiradores políticos y, sobre todo, el espíritu trasnochado y majestuoso de un pueblo que sigue doliéndonos en lo más hondo a los que nacimos en él y durante años soñamos en él, a los que desde la distancia persistimos en el deseo de volver a sus calles pulcras y barnizadas por el lustre de su hechizo inigualable.
De manera que no me duelen prendas en invocar la guerra contra los que destruyen cada día su vieja fascinación de villa mágica, encaramada con la gracia de lo etéreo sobre un cerro de fábula y junto a un cielo inventado por un dios caprichoso, y contra los que permiten en silencio su devastación, su martirio y su ruina.
¡Vade retro, bárbaros!

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