Pascual García ([email protected])
Tiene a veces uno la impresión, cuando sale fuera o se encuentra en un lugar público, de que algunos padres necesitarían de una especie de nurse, hermano mayor, severo abuelo o una figura parecida con permiso, para, venido el caso, darle un par de azotes bien dados a sus hijos, azotes necesarios, por supuesto, en absoluto crueles, violentos ni relacionados para nada con el maltrato, sino tan solo pequeñas y radicales advertencias al enano de que no se está portando bien, de que está molestando de una forma gratuita y solo por el hecho de que todo el mundo, esa tribu de la cual escribe José Antonio Marina a la que le corresponde educar a los más pequeños, le está perdonando la vida, lo está consintiendo y va a terminar por malcriarlo.
Uno está sentado en la consulta del médico o en un parque y, de pronto, entra un matrimonio, casi siempre joven, con dos niños, y se acaba la paz de golpe y porrazo. Incluso hay quien lo justifica aduciendo que se trata, al fin y al cabo, de niños y que deberíamos ser más comprensivos; por supuesto, faltaría más; que griten cuanto quieran, que correteen por el pasillo a su antojo y toquen al timbre y llamen el ascensor y abran las revistas y esparzan los papeles, el contenido del cenicero o del bolso de su madre por el suelo, y, si estamos en la calle, que golpeen un balón sin miramientos, trisquen, levanten polvo a nuestro lado, berreen, nos pongan de los nervios y acaben llorando como posesos, como si todo el follón que han armado a nuestra costa no les hubiera satisfecho lo suficiente, porque los niños (¡No dejéis que se acerquen a mí!) nunca tienen bastante.
Es natural que con esos pocos años no controlen sus impulsos de fierecillas sin domar y, como no parece que muchos padres estén dispuestos a hacerlo, yo me ofrezco a echar una mano, sin asomo de cinismo o sarcasmo, porque el asunto, aunque no lo crean es bastante serio y afecta no solo a la educación de unos pocos, sino también a la seguridad y a la comodidad de muchos de nosotros.
Sentado en la playa frente al mar, veo venir al pequeño camorrista de turno, armado con una pala gigante y un cubo de buenas dimensiones. Miro su desenvoltura y me fijo en su padre y en su madre. Ajenos al desastre inminente, enfrascados en naderías, palabras vanas y gestos de ausencia. Sé que no le hacen caso para no verse obligados a intervenir, no porque tengan miedo, que tal vez sea así, sino porque no parece que esté bien visto zanjar estos asuntos de un mododrástico y a la vieja usanza.
Y ahí es donde entraría la figura del proveedor de azotes, el azotainas podríamos llamarlo, una suerte de guarda o vigilante público que se ocuparía de guardar la paz y de mantener a raya a estos pequeños tiranuelos, que maltratan a los suyos y, de paso, nos maltratan a todos, desasistidos, por desgracia, de la autoridad paterna o, en su defecto, materna, dados al libertinaje y protegidos por los poderes, la ideología imperante y las nuevas costumbres.
El psicoterapeuta está bien, cuando los problemas son verdaderamente graves, pero resulta caro y, en la mayor parte de los casos tampoco es para tanto; con un pequeño, inocente y liviano azotazo sobra y basta.