Ya en la calle el nº 1040

Un tonto con un micrófono

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA
Es lo que tiene tanta tecnología. Alquilas un apartamento en una tranquila playa del Mediterráneo, con una espaciosa terraza frente a un mar de escándalo y te dices que aquél  es el sitio perfecto para que tu familia y tú mismo olvidéis la fatiga y los nervios del intenso curso, en el que has alternado tus clases matutinas en el instituto, algunas horas de la tarde en la universidad y otros cursos de literatura a los que te han invitado de un modo esporádico. Le añades a todo esto el libro que publicaste en primavera, las columnas semanales que mantienes en un par de periódicos y la novela que vienes corrigiendo desde hace un par de años. En fin, que después de un largo trayecto, te las prometes felices, engolfado en la lectura de un puñado de libros a los que no has podido hincarle el diente durante el invierno y para los que necesitas tiempo, tranquilidad y un estado de ánimo adecuado.
Mientras tu mujer, que conoce el enigma de la limpieza, el orden y la comodidad, convierte el espacio de la casa en un verdadero hogar, transitorio pero acogedor, tú te repantigas en una de las hamacas de la terraza y abres el grueso volumen que te acompaña este verano por la primera página, observas a tus hijos deseosos de que llegue la hora para bajar hasta la playa y meterse en el mar y contemplas extasiado el espectáculo prodigioso de las olas humedeciendo la arena, entrando y saliendo de un modo acompasado bajo el cielo plácido de agosto.
Entonces escuchas la primera señal de alarma; un sonido metálico exagerado por los altavoces de gran potencia que flanquean una especie de escenario, donde un cantante anónimo, de voz pésima y aspecto cochambroso ensaya el estribillo de una vieja canción, tan pasada como los instrumentos que los propios músicos han ido colocando con cierta desgana.
Oigo: sí…, sí…, sí…, ya…, sube los graves, Charly… esto se acopla, en fin etc…
Y ahí me entra el pánico. He descubierto el daño que hace a la salud pública un indocumentado con un micrófono en la mano, pero lo peor está aún por llegar, pues aunque el ensayo se alargue durante un par de horas todavía, la verdadera fiesta comienza esa noche a las once, al poco de instalarme con mi portátil en una mesa decidido a entregarme al placer de escribir con esa portentosa música de fondo que constituye el mar y su trasiego incesante.
Descubro muy pronto, claro está, que no va a ser posible. No podré escribir ni una palabra ni me dejarán leer una página y no seremos capaces de entendernos mi mujer y yo en toda la noche, a pesar de que en algún momento de la velada nos lo tomamos con humor y nos servimos una copa; brindamos por nosotros, por el verano y por el amor, en tanto que el chunda-chunda repetitivo y contumaz martillea nuestros oídos inmisericorde como un dios airado.  
No hay alternativa, ni siquiera es posible dormir en alguna habitación, pues todas son exteriores, y no parece que el público que rodea a los músicos y al que empuña con solvencia el micrófono vaya a cansarse pronto. Es evidente que tenemos una larga noche en blanco, madrugada diría yo, por delante y que, a pesar de haber pagado nuestro alquiler como cada año, nos encontramos al albur de unos cuantos pelmazos (me he reprimido a instancias de mi compañera, pues hubiera utilizado un epíteto más grueso y tal vez insultante) que nos imponen su fiesta privada, su ruido insoportable y su estúpido cantante con un micrófono terrorista.
Solo nos alivia que el apartamento no es nuestro y que el próximo verano en un lugar distinto preguntaremos antes y en primer lugar por las fiestas del barrio.

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