Ya en la calle el nº 1037

Un salario inesperado

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Pedro Antonio Martínez Robles

FOTOGRAFÍA: Calasparreando

Son muchos los recuerdos que me unen al cine Rialto, ese lugar mágico de la infancia en el que solíamos soñar –con esa condición quijotesca que nos caracteriza– que los héroes que veíamos en la pantalla acababan inoculando en nosotros su naturaleza y partíamos de la sala con la convicción de que reuníamos los mismos valores de Johnny Weissmüller, John Wayne o Gary Cooper, y nos sentíamos capaces, sin duda, de realizar sus mismas proezas. También en ese lugar mítico y entrañable del que salíamos en los crudos inviernos con las mejillas arreboladas por la alta temperatura de la calefacción de cáscaras de almendra y en cuyo interior podíamos entonces devorar pipas, comer palomitas de maíz o merendarnos un chusco de atún con caldo de tomate acompañado de un botellín de cerveza que dejábamos rodar finalmente por la pendiente entablillada del suelo hasta el foso del piano, también allí, digo, fuimos creciendo y de ese espacio guarda mi memoria innumerables secuencias. Pero de todas ellas hay una que me conmueve de manera especial y se produjo, no en el interior, sino en la calle, junto a una de sus puertas laterales en una tarde cualquiera de esas en las que yo caminaba sin prisa, sin ningún motivo especial que me apremiara, y vi a Juanico el Conciencias, llenando espuertas con cáscaras de almendras e introduciéndolas en el cine. Tuve entonces la ocurrencia de echarle una mano y, sin mediar palabra, mientras él metía una carga en el interior, yo le preparaba otra para ahorrarle el trabajo de llenarlas y aligerarle la faena. Al concluir, le dije satisfecho: <<¿Has visto, Juan? Has terminado mucho antes de lo que esperabas>>. Y continué mi camino.

La sorpresa para mí llegó al día siguiente, cuando mi madre me dijo: <<Ahí tienes 20 duros que te ha traído Juanico el Conciencias. Dice que es la paga por ayudarle a meter las cáscaras de almendras en el cine>>. Fue estupor lo que sentí en ese instante, y con los años, y cada vez que me acuerdo, el descubrimiento de un código de decencia en el gesto de aquel hombre con una ligera discapacidad intelectual a quien ayudé sin ningún propósito, ni siquiera el de buscar agradecimiento. Lo hice porque sí, porque se me ocurrió en aquel momento. Tampoco me detuve a pensar entonces en el hecho de que mi padre empezara a darle trabajo días más tarde, y también con el tiempo fui entendiendo que hay muchos modos de mostrar agradecimiento sin mencionar la palabra <<¡Gracias!>>, la más hermosa de las palabras según nos dice Margaret Mazzantini en su extraordinaria novela, y que solemos olvidar muchas veces nada más pronunciarla.

En la penúltima década del siglo pasado el cine Rialto fue derribado en medio de una polvareda que se llevó nuestros sueños de infancia y adolescencia, y los viejos armazones de madera en los que se exhibían los fotogramas de las películas anunciadas y la pizarra en la que se rotulaba con esmero el título del film del día, fueron arrinconados definitivamente en algún cuartucho oscuro hasta que una mano anónima decidiera hacerlos astillas para darlos al fuego. Pero de todo eso algo queda, aunque sea entre el polvo de la memoria, a través del que aún veo a Juanico el Conciencias parado ante el pizarrón que anunciaba las películas, dibujando el título en una libreta que siempre llevaba consigo, tratando así, infructuosamente, de aprender a escribir, o en esa tarde cualquiera en que me detuve a ayudarle a meter cáscaras de almendras por lo que percibí un salario inesperado y una lección inolvidable de humanidad.

 

27 de junio de 2021

 

 

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