Ya en la calle el nº 1037

Un olvidado rincón

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PEDRO ANTONIO MARTÍNEZ ROBLES

El día 27 de mayo, con motivo del aniversario del deceso de un ser querido, visité el cementerio municipal. Su aspecto, aunque adecentado de manera algo más perdurable por las obras realizadas en él, sobre todo las de empedrado en las calles de las tumbas, era bien distinto del aspecto que muestra cada año por la festividad de Difuntos, el primero de noviembre.

En esta última fecha, las jardineras de los sepulcros, con sus esponjas industriales bien empapadas, rebosan de flores y, si el tiempo acompaña, hasta un improvisado enjambre de abejas se apunta a la fiesta y liba alegremente el jugo de las rosas, de los gladiolos, de los crisantemos, haciendo vida del multitudinario homenaje que en ese día se rinde a la muerte. También en ese día los mármoles y granitos aparecen bruñidos a golpe de puño y de pulgar, las calles meticulosamente barridas y las inscripciones lapidarias que recogen las referencias de los muertos que descansan tras ellas, cepilladas con esmero para que puedan leerse sin problemas. Pero, haciendo memoria, no recuerdo ninguna festividad de Difuntos donde la muerte de los que reposan en ese solemne recinto se palpe con tan viva presencia como en el sobrecogimiento de un día cualquiera en el que los cuidados del lugar no son tan exquisitos y parecen orquestados, más que para los que se fueron, para los que aún permanecemos a este lado de la delgada línea de sombra. Tal vez por eso sea más tangible, más personaly, por ende, más próxima, la ausencia de los finados un 7 de abril, un 27 de mayo o un 20 de noviembre, cuando las calles de las tumbas no aparecen tan barridas, sino más llenas de jumas de pino o de ciprés; las jardineras, al pie de las sepulturas, vacías o con los tallos de las flores secos como la paja, y esa película arcillosa que el viento y el olvido da a las cosas expuestas a la intemperie, cubriendo las lápidas. Todo eso produce una sensación más cercana, más certera de todo lo que un cementerio representa y nos aproxima más al célebre verso de nuestro olvidado Bécquer, que hace más evidente el sentido de tan larga ausencia:  “¡Dios mío, qué solos/ se quedan los muertos!”

 

3 de junio de 2007

 

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