Ya en la calle el nº 1041

Un libro para soñar

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García

Leí, por vez primera, a los cuatro años. Fue mi madre quien me compró los primeros cuentos, que me leía en voz alta junto a la estufa de la cocina. Eran relatos infantiles clásicos, que también han leído mis hijos con gusto. En algún momento aconteció el milagro, y un buen día mi madre me descubrió repitiendo de memoria las historias que ella misma me había leído, mientras jugaba en el suelo de la cocina de mi casa. Le sorprendió tanto aquel suceso que se lo dijo a mi padre, y ahí empezó todo.

Recuerdo remotamente a mi padre señalándome las letras de un libro cualquiera. Muy pronto era capaz de reconocerlas todas y, enseguida, fui juntándolas con acierto, ritmo y entonación. Leer fue, a partir de ese instante, un juego de magia, un viaje hacia el lugar de los sueños. El caso es que cuando llegué a párvulos, ya sabía leer. En toda la clase éramos cuatro los que teníamos esa facultad (los recuerdo a todos) y la maestra nos llamaba de vez en cuando a alguno de nosotros para que leyéramos en su mesa junto a ella.

No hubo libros en mi casa hasta que un vecino, ya fallecido, Jesús El Caramelo, me regaló mi primer ejemplar. Se titulaba Flores sin espinas y era una colección de relatos que aún conservo en mi biblioteca como una reliquia, pues había sido impreso en 1934 y presentaba los desórdenes del tiempo en su cubierta. Su autor era L. F. de Retana. Durante mucho tiempo fue mi único libro de lectura, de manera que lo leí varias veces y en todas las direcciones. Con el tiempo he comprendido que no es necesario leer miles de libros para disfrutar de la palabra literaria o para adquirir su conocimiento.

En el umbral de mi adolescencia descubrí la Biblioteca Pública de Moratalla, situada junto a la Iglesia de la Asunción, en el edificio donde había estado la Casa de Socorro y, curiosamente, mi primera escuela de párvulos. Tenía muchas ventajas; en primer lugar, la entrada era gratuita así como los libros que podías leer en la sala o en tu casa, si los pedías como préstamo. Allí empecé a leer a Salgari, la extraordinaria colección de Sandokán, que me dejaría sin duda una huella profunda para el resto de mi vida, pero fue allí también donde leí novelas de Camilo José Cela, Francisco Umbral o Miguel Delibes, entre otros. Cuando necesité más información sobre determinados aspectos íntimos que afectaban a mi desarrollo sexual, fue en aquellos anaqueles donde hallé la enciclopedia que pudiera ponerme al día y despejarme todas las dudas.

Ya nunca fui el mismo después de haber entrado en la Biblioteca. La frecuentación de los libros y de los que iban a leerlos o a llevárselos me parecía tan saludable que se me pasaban las horas sin apercibirme, mientras iba ojeando los lomos colocados de una manera ordenada y pulcra. De vez en cuando, extraía un libro, lo abría por alguna de sus páginas y leía en silencio un párrafo al azar. Era casi un ritual religioso.

Contra cierta opinión general que abomina de todo lo que es obligatorio, yo leí durante el Bachillerato con gusto y aprovechamiento El Quijote y La Celestina porque mis profesores de Literatura así me lo mandaron y guardo, a pesar de todo, un magnífico recuerdo. Mis inclinaciones por el mundo de las letras, pese a que mis notas en Matemáticas y Física y Química eran excelentes, me condujeron a la Universidad enredado en más libros, casi todos por fortuna obligatorios, y esto me permitió no sólo seguir leyendo por placer, sino adiestrarme en el ámbito del conocimiento literario, del comentario de textos y de la investigación filológica.

Como curiosidad, podría contar que en las Oposiciones fui el único de mi tribunal que identifiqué con cierta facilidad un soneto de Miguel de Unamuno, lo que me llevó a discutir a la salida del examen con algún merluzo, que se empeñaba en convencerme de mi error, pues juraba y perjuraba que aquel soneto lo había escrito, sin duda, Miguel Hernández.

En fin, algunos años más tarde me brindaron la posibilidad de hacer crítica literaria en un periódico de Murcia y en esta labor anduve durante una década, ejerciendo dos de mis grandes pasiones: la lectura y la escritura. Al cabo, en 2004, tres días antes de que falleciera mi madre, me doctoré con una tesis sobre la obra literaria de Pedro García Montalvo, cuyos libros había leído tantas veces que ya formaban parte de mi vida.

Fue mi esposa quien le dio la buena nueva por teléfono. Recuerdo que la noche que velábamos su cuerpo no pude dejar de pensar en aquel primer día en que me llevó de la mano a la escuela de doña Carmen Acha y, antes, cuando me leía en voz alta los cuentos que ella me compraba y que de una forma misteriosa yo iba memorizando. Allí empezó todo, una vida acompañada por un río de libros; una vida dedicada al placer de la lectura, mientras pasaban las horas y los años, acontecía el trabajo de todos los días, me enamoraba, sobrevenía la peor de las enfermedades —siempre estuve acompañado en el hospital por mi esposa y por un libro de W. Faulkner—, nacían mis dos hijos, publicaba uno tras otro mis nueve libros y cumplía los cuarenta con la cabeza alta y sin remordimientos.

Esta tarde, mientras aguardo la salida de mi hijo de sus clases de música, pues mi mujer esta con mi hija en sus clases de danza, yo tengo un nuevo libro en mis manos, cualquier libro, un libro para vivir, para pasar el tiempo, para ser más hombre y más persona. Un libro para soñar.

 

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