Ya en la calle el nº 1037

Un infierno particular

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PASCUAL GARCÍA

Hacía calor también en aquellos días lejanos de la infancia cuando terminaba junio y nos íbamos de la escuela con una mezcla de melancolía y alivio, porque el curso había acabado al fin, y con él los deberes, los exámenes y las preguntas onerosas de los maestros, su impertinencia docente, pero también se interrumpían las relaciones con los compañeros, el juego en el patio del recreo, el ansia de libertad cada viernes, que era una promesa de gozo infinito, pero que, sin embargo, se evaporaba muy pronto, porque el tiempo pasaba a una velocidad inaudita y el domingo por la tarde, triste y alevoso, nos asaltaba antes de lo que cualquiera de nosotros hubiese imaginado.


He tardado mucho, casi toda una vida, en entender que sin una faena concreta e ineludible, las vacaciones no existen como tal, porque solo somos conscientes de nuestro tiempo libre si forzosamente regresamos a nuestra labor un día cualquiera, un lunes de viento y lluvia, un septiembre recalentado y estricto. He comprendido con esto el drama de los jubilados, no porque no se sientan útiles o porque no sepan qué hacer con tanto tiempo, sino porque se han quedado sin término de comparación, sin un siete de enero, un lunes de pascua, un uno de septiembre que les concedan la plenitud significativa de su descanso, la cifra de su fortuna verdadera. Para gozar de todos los fines de semana del año, de las vacaciones de Navidad o de Semana Santa y de todo el verano es preciso antes ganarse tanta ventura con el sudor de nuestra frente. A lo mejor, la maldición bíblica no es tanto el sinsabor indispensable de buscarse el sustento con fatiga como la fatalidad de obtener el sosiego a base de largas y numerosas jornadas de trabajo, como si no pudiésemos alcanzar la dicha sin una buena dosis de calamidad y agotamiento.
Algunos creen que Moratalla y el Noroeste en general es un territorio reservado únicamente para el frío, pero también el verano acerca su infierno particular y, de repente, un día de julio se instala en el aire la quemazón de un viento espeso y ardiente que procede del sur africano y que asola las calles y los terraplenes del Castillo, porque con un tiempo así no se puede salir a la calle, casi menos que con unos centímetros de nieve. Es evidente que se combate mejor el helor que el calor extremos, ese calor seco, contundente y continental al que no están acostumbrados en la huerta murciana o en el litoral cartagenero.
Sí, suelen decir los que no conocen la cosa que por las noches refresca, cuando cae el sol y la tierra y a vegetación devuelven la humedad y el consuelo a las madrugadas de julio, pero en ocasiones ni con esas, y éste es, sin duda, el peor de los castigos, vivir en un pueblo del frío como Moratalla y agonizar de calor en esas noches interminables de sábanas humedecidas y aire quieto, en esas jornadas extensas y tediosas de la recogida de la almendra, mientras tu cuerpo mezcla el sudor con un polvillo urticante y con una variedad de insectos voladores imprevista; precisamente en un pueblo que no se ha preparado nunca para esta plaga, sino todo lo contrario y que, cuando llegan estas fechas del verano, queda a merced del bochorno caliginoso, sin aire acondicionado, porque apenas hace falta, e inerme contra la guerra del estío.
Será por eso por lo que nos acongoja más y padecemos con peor cara estas intolerables circunstancias, a las que nunca nos acostumbraremos, porque nuestro medio natural es otro muy diferente, ese que añoramos cada verano y que llegará despacio pero firme a partir de finales de septiembre, por fortuna.

 

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