Ya en la calle el nº 1040

Un hachazo invisible y homicida

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA

Se nos ha ido como del rayo, que diría Miguel Hernández, José Ludeña, con quien tanto queríamos muchos moratalleros y algunos otros con los que mantuvo una amistad de años y de complicidades ideológicas y profesionales. Pertenecía a esa brillante generación de docentes preparados y concienciados que procedían de la izquierda y que brotaron durante la década de los setenta en Moratalla gracias al magisterio de aquellos gigantes de la educación como fueron don Germán y don Pedro, bien provistos de las herramientas de la cultura, la inteligencia y un profundo sentido de la solidaridad y de la ética.

Recuerdo que hace unos pocos años me lo encontré en La Vega, a la espera, como yo, de la extracción de sangre para un análisis. Me conturbó su radical alopecia por lo que tenía de signo infausto y porque nadie me había dicho nada de su enfermedad. Por delicadeza hablamos de otros temas, pero cuando le llegó su turno, su esposa me explicó amable el problema y algunos sinsabores médicos de los últimos años.
Temprano levantó la muerte el vuelo, otra vez Miguel Hernández, poeta de su predilección y de la mía, temprano estás rodando por el suelo; con poco más de sesenta años, jubilado de una larga y exitosa carrera profesional, con el honor de haber sido durante décadas diputado en la Asamblea Regional de Murcia, y con una excelente familia que lo ha apoyado y lo ha querido siempre, se encontraba en el momento justo de disfrutar de todos los bienes acumulados que con tanto esfuerzo y tanta seriedad había ido consiguiendo a lo largo de su vida. “Un manotazo duro, un golpe helado,/ un hachazo invisible y homicida,/ un empujón brutal te ha derribado”. Nadie mejor que el poeta orionalano para expresar nuestro pasmo y nuestra compasión ante la brutalidad inesperada de su muerte.
Nunca nos acostumbraremos a que una persona buena e importante se vaya sin que le hayamos dicho todo lo que queríamos decirle, no porque quisiéramos despedirnos de él, de Pepe, que siempre había acudido con gusto a las presentaciones de mis libros en Moratalla, e incluso alguna vez en Murcia, que tan bien había hablado de mi obra y cuyos tres hijos y sus tres parejas, educados admirablemente, celebraban de continuo mi presencia y mi amistad en cuantos actos coincidíamos, sino porque de una persona así no deberíamos despedirnos nunca. Decía mi abuelo Pascual con una generosidad infinita que había hombres que no deberían morirse jamás. Pepe era, sin duda, una de esos hombres.
Quizás por todo esto deberíamos decir aquello de: “No perdono a la muerte enamorada,/ no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada.” Porque es el momento de sentir y de expresar la rabia ciega que nos provoca el fallecimiento de un ser cercano y querido, porque nunca entenderemos, y porque seguramente no sea necesario entenderlo, que el azar y la fatalidad nos priven de un modo tan caprichoso y tan cruel de la presencia de un ser querido.
Pude asistir, acompañado de mi esposa, al sepelio en el tanatorio de Moratalla, pues aquella mañana me había enterado circunstancialmente durante el segundo de los encierros de la fatal noticia. Había mucha gente, porque Pepe tenía muchos amigos, personajes de la política y compañeros de profesión, familiares y conocidos.
Tocó la banda musical de Moratalla un poco antes de que el coche fúnebre se llevara el féretro en dirección al cementerio. Sonaron en la tarde calurosa e íntima las notas melancólicas y hermosas de Suspiros de España y el aplauso unánime de todos nosotros al término de la música.
No pudo haber mejor homenaje. Descansa en paz, amigo.

 

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