Ya en la calle el nº 1040

Trajes a medida y remiendos de antaño

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])

Pese a que están rabiosamente de moda los pantalones vaqueros astrosos y rotos, deshilachados y llenos de sietes, ya no se lleva el remiendo como una filigrana nacida de la necesidad, un trabajo primoroso en el que nuestras abuelas y nuestras madres ponían a prueba su destreza, pues no bastaba con tapar el agujero, sino que era preciso hacerlo con discreción y buenas maneras. Las mujeres de entonces cocinaban y cosían para ayudar a la economía de la casa, pero su esmero iba más lejos y de la precariedad hacían un arte. Yo no quisiera entrar ahora en disquisiciones falsamente feministas, pero desde siempre he considerado que ese afán por hacer más agradable y bello el mundo es, en el fondo, una virtud femenina. Ordenar el caos, enmendar las rupturas, habitar lo inhóspito y, de paso, con una generosidad ilimitada compartirlo con aquellos que las acompañan, es decir, con nosotros, los hombres.

Mi madre tejía los jerséis del invierno y se ocupaba de los arreglos de la ropa con idéntica dedicación con la que cocinaba un soberbio potaje de pencas o un cocido, cuyo aroma llenaba los espacios de la casa. Luego se arremangaba y trabajaba en la tierra o en la fábrica como cualquier otro peón.

En aquellos días no se compraba demasiada ropa por razones obvias. Los hombres se casaban con un traje oscuro, que utilizaban en todas las ocasiones solemnes e importantes y que, a veces incluso, les servía de mortaja. El traje lo solía cortar y coser un modisto, o mejor, un sastre, como el Salustiano. Acaso las telas y el trabajo de confección eran de mayor calidad, pero el caso es que solían durar toda una vida.

Las mujeres se cosían sus faldas con género, que compraban en el mercado y se hacían sus blusas e incluso, las prendas íntimas. Eran, desde luego, muy hábiles en el manejo de la aguja, de las tijeras y del dedal. Subían los bajos a los pantalones, les hacían unas alforzas a las camisas, que quedaban largas de mangas, aseguraban un pespunte o echaban un remiendo, cosían los botones o le daban la vuelta al cuello escoriado de una camisa. Con la ropa de trabajo no tenían tantas contemplaciones. A los pantalones de pana se les ponía culeras, cuando la tela iba flaqueando y a las camisas se les reforzaban los codos por un motivo parecido.

Hoy adquirimos la vestimenta ya confeccionada, incluidos los trajes y, por supuesto, también las camisas, y lo que antaño era una costumbre generalizada, en la actualidad es un uso de minorías, porque las americanas, los pantalones y las camisas a medida son caras y exclusivas, mientras que el mercado se halla bien provisto de todo tipo de vestimentas y para todos los públicos.

Es natural que a nadie se le ocurra coser más de lo estrictamente necesario y, por fortuna, las mujeres han quedado casi exoneradas de esta servidumbre. Mi esposa y su madre se emplean a fondo en los días del carnaval, antes por una pasión casi infantil que por mera necesidad, y aprovisionan a los sobrinos y a los nietos de máscaras y disfraces variopintos. Yo he sido testigo de cómo ha cortado y ha cosido mi mujer una túnica para los tambores de Moratalla en una sola tarde con la tela de una cortina, que mi madre le había prestado. Todos teníamos indumentaria, menos mi cuñado, que con su metro ochenta y tantos necesitaba un atuendo de altura. A la hora de salir, la túnica se hallaba a punto y todos estábamos vestidos para la ocasión.

Lo que antaño fue exclusivo de unos pocos, hoy se ha transformado en norma. Las camisas y los pantalones han sido hechos de acuerdo con unos patrones estandarizados, que no coinciden siempre con las dimensiones reales de nuestro cuerpo. Compaginar el largo de las mangas, con la medida justa del cuello; la cintura de los pantalones con las perneras no es tarea fácil ni habitual. Eso sin entrar en el proceloso mundo femenino, en el que las tallas son verdaderos atentados contra la anatomía y el buen gusto. Una mujer no puede llevar una 36 de pantalón si mide más de metro ochenta, o bien no es una mujer del todo, sino un híbrido entre la caña de azúcar y el carrizo común.

Yo tengo suerte, porque a pesar de mis escasas proporciones, he encontrado la firma de trajes y pantalones que los vende a mi medida sin necesidad de arreglo alguno, y aún hay dos tallas menores, por si con los años me diera por encoger, que todo se andará.

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