Ya en la calle el nº 1037

Toda la suerte del mundo

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Pascual García ([email protected]) /Francisca Fe Montoya

A Miguel Ángel y Ana Belén

Para mí una boda, como lo fue la mía, es la celebración de la forma de vida de dos personas que vienen estando juntas hace años y que, de repente, deciden formalizarlo todo, porque también los papeles son importantes en este mundo, sobre todo si queremos tener prole. El resto, la iglesia, el cura, los sacramentos y el para siempre jamás resulta accesorio, pues un hombre y una mujer contraen matrimonio ante la familia y los amigos con la esperanza de que ese lazo, la alegría y la pasión les duren para siempre, y a veces lo consiguen y otras, no. Y ya está.
Hace un par de sábados se casaron mis primos Ana Belén y Miguel Ángel y lo hicieron en el Teatro Trieta, que tan buenos recuerdos nos traen a los de mi generación. La boda fue civil y la ofició con mucho estilo, incluido un excelente estilo literario, Candi, la alcaldesa de Moratalla. Los amigos y la familia dijeron unas palabras, yo leí un pequeño texto y la emoción fluyó a raudales en un acto encantador, íntimo pero público, laico y lleno de amor, donde lloró hasta el gato.
Recordé en mi intervención que mi primica nació mientras mis padres y yo estábamos en la vendimia y que mi madre recibió la carta con la alegría con la que ella solía recibir las buenas noticias de su gente, sobre todo si esas noticias se referían a su sobrina preferida, a mi prima Mari Cruz. Estábamos en la vendimia, en Francia y aquel día fue un día de fiesta para todos nosotros. Recordé las palabras de San Pablo, no por su carácter religioso, sino por su grandeza literaria y humana: “El amor no pasa nunca”. Les insté a mantener para siempre la emoción que los traía allí, a no olvidar el entusiasmo, el deseo, la amistad y el amor y les deseé toda la suerte del mundo.
No pude resistirme a leerles dos de los grandes poemas de amor de la literatura española, el soneto de Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte” y el soneto de Lope de Vega, cuyo primer verso dice: “Desmayarse, atreverse, estar furioso.”
Confieso que me emocioné, se me quebró la voz y me temblaron las manos. Me acordaba de mi madre y me acordaba de mi boda. Y por más que uno huya de la solemnidad y de los gestos vacíos, en ocasiones hay cosas que llegan directamente al corazón.
Y lo es más ahora, que tenemos la potestad de interrumpir lo que en otro tiempo fue sagrado, pero que ha sido siempre el fruto de la voluntad de un hombre y de una mujer y su decisión inalienable de vivir juntos, de compartir el pan, la carne y la cama.
Les dije que siguieran mi ejemplo, que acabo de cumplir un cuarto de siglo con mi compañera, que aprovecharan el momento, que comieran juntos, que durmieran juntos la siesta, que hicieran el amor cada día y que no discutieran porque no servía de nada.
A él le dije que cuidara de Ana Belén y que le concediera el gobierno de la casa y de la familia para que mandara a su gusto, porque las mujeres saben más ineludiblemente; son ellas las que construyen el mundo, las que hacen habitable una casa y nos cuidan en todas las enfermedades. Y a ella le dije que cuidara de Miguel Ángel, que le disculpara los errores propios de un hombre, que son innumerables.
Concluí añadiendo que amarse es muy fácil o muy difícil. Les pedí en público que hicieran de esto una faena cotidiana, elemental como las tres comidas al día y las ocho horas de trabajo y el sueño de la noche. E insistí en que no faltaran a este cometido ni una sola jornada.
A cambio les prometí que todo iba a salir bien, porque el amor se nutre de sí mismo y cuanto más se ama, más se ama. Y aunque las obligaciones son muchas, un hombre y una mujer se unen en matrimonio, sagrado o civil, con la intención de disfrutar de la vida y de ser felices.
Lo demás son monsergas doctrinales y ganas de enredar.
Así que les di la enhorabuena y me uní a la comitiva en dirección al Retiro, donde nos aguardaba un opulento convite.

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