Ya en la calle el nº 1041

Sirota, “la única mujer de la sala”

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

GlORIA LÓPEZ

La Historia tiene reservados papeles protagonista a quienes en grandes momentos, simplemente, pasaban por allí; o a quienes buscando cambiar su vida cambiaron millones de ellas. Otras veces, como le pasó a Sirota, te coloca en el centro del huracán que mueve el mundo y se lleva por delante lo que otros, más listos y más viejos, no han podido.

Sirota nació en Viena en 1923 pero marcharía a Japón con cinco años, donde su padre, un conocido pianista judío fue trasladado como profesor. La pequeña, al contrario que los padres, aprendió rápidamente el idioma y se mezclaba entre los niños japoneses que la aceptaron como una más. En aquella época aprendió, además de piano, arreglo floral y danza japonesa; que el amor era para sus amigas un contrato entre dos partes donde ellas eran siempre la mercancía. A los 16 años y mientras a ellas la tradición las arrastraba a las profundidades de matrimonios sin amor, ella flotó durante trece días en un barco dirección a California para estudiar en la Universidad de Mills, un centro femenino dirigido por una feminista. Prosigue sus estudios hasta que en la durante la II Guerra Mundial pierde el contacto con sus padres, todavía en Japón. Desesperada por encontrarlos se marcha a Washington y consigue trabajo como intérprete en el ejército. Pronto es seleccionada, hablaba cuatro idiomas, para formar parte de una misión secreta encomendada a un equipo de 25 personas al mando del general Douglas McArthur: construirle una constitución a Japón en siete días. ¿Quién mejor que la única mujer para redactar la parte de los derechos de las mujeres de esta nueva constitución? Y así fue como una americana de 22 años, que buscaba un empleo para comunicarse con sus padres y que en su día se reveló contra el destino de la vida de sus amigas, vino a cambiar el de sus hijas. Sirota redactó los artículos 14 que establece que “las leyes se promulgaron desde el punto de vista de la dignidad individual y la igualdad esencial de los sexos” y el artículo 24 que establece que “ el matrimonio se basa únicamente en el consentimiento mutuo de ambos sexos y que se mantiene a través de la cooperación mutua con la igualdad de derechos de los cónyuges como base”, lo que abrió paso a los derechos de las mujeres en la nueva Constitución, pese a las objeciones de los representantes japoneses en la habitación, todos ellos varones. Esos siete días también cambiaron su vida. No solo encontró a sus padres, a punto de morir ya en un campo de concentración japonés. Encontró también al que sería el gran amor de su vida y con el que compartiría los siguientes 63 años y dos hijas, el Teniente Joseph Gordon.

Volvió a EEUU casada y en silencio. La hazaña se escondería durante treinta años para evitar las consecuencias que podría acarrear que una joven con 22 años hubiese colaborado a mover los cimientos de unas tradiciones ancestrales. No sería hasta 1998 que Japón decidiría hacer pública su historia y condecorarla, lo que la convirtió en una heroína para las japonesas. En 1970, Gordon fue nombrada Directora del Programa de Artes Escénicas de la Asia Society de Nueva York, cargo que alternó hasta su jubilación en 1987, con viajes a Japón.

Este pasado diciembre fallecería de un cáncer de páncreas a los 89 años, cuatro meses después del hombre que la acompañó toda su vida, el que ella misma había elegido.

 

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