Ya en la calle el nº 1037

Siempre nos quedará París

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Pascual García ([email protected])

Ahora que lo escribo se me ocurre que este artículo es solo un pretexto para dejar constancia de que, con motivo del vigesimoquinto aniversario de boda, mi mujer y yo hemos estado en París, a pesar de los días difíciles por los que está pasando Europa y el mundo, pues ya pospusimos el viaje en enero y lo cambiamos por unos días en Córdoba, y París nos seguía esperando, por supuesto. Un viejo sueño, centrado en un gran museo, el Louvre, una cocina suculenta y unos vinos excepcionales, pero, sobre todo, en un cúmulo de Historia, de cultura, de desarrollo y civilización de la que todos nos hemos provisto en estos últimos tres siglos. Muy lejos de decepcionarnos o de dejarnos indiferentes, París nos ha capturado; hallamos una ciudad monumental, pero cercana, rebosante de arte y de cultura, pero vividora, sensual, con la luz cenicienta del norte, pero con el ansia de atrapar todos y cada uno de los rayos lumínicos del día, antigua y moderna, funcional y elegante, cosmopolita y cercana.

Pascual García ([email protected])

Siempre nos quedará ParísAhora que lo escribo se me ocurre que este artículo es solo un pretexto para dejar constancia de que, con motivo del vigesimoquinto aniversario de boda, mi mujer y yo hemos estado en París, a pesar de los días difíciles por los que está pasando Europa y el mundo, pues ya pospusimos el viaje en enero y lo cambiamos por unos días en Córdoba, y París nos seguía esperando, por supuesto. Un viejo sueño, centrado en un gran museo, el Louvre, una cocina suculenta y unos vinos excepcionales, pero, sobre todo, en un cúmulo de Historia, de cultura, de desarrollo y civilización de la que todos nos hemos provisto en estos últimos tres siglos. Muy lejos de decepcionarnos o de dejarnos indiferentes, París nos ha capturado; hallamos una ciudad monumental, pero cercana, rebosante de arte y de cultura, pero vividora, sensual, con la luz cenicienta del norte, pero con el ansia de atrapar todos y cada uno de los rayos lumínicos del día, antigua y moderna, funcional y elegante, cosmopolita y cercana.
Pero este artículo no pretende reunir de una forma arbitraria mis impresiones, emocionadas y subjetivas, acerca de sus museos, como el d´Orsay, el Musée Rodin o el Louvre, de sus monumentos, como la Torre Eiffel o la catedral de Notre-Dame, de sus hoteles, confortables e íntimos, como el que nos acogió en el Bulevard Raspail, junto al Sena, en el QuartierLatin, de sus taxistas, eficaces y dicharacheros, o de su cocina, profunda y sofisticada. Este artículo es para comparar aquellos viejos y míticos viajes en terribles trenes especiales de vendimiadores, que salían de Murcia a media tarde y llegaban a Nimes o a Montpellier al día siguiente a la misma hora, que permitían el paso a todos los trenes del mundo, paraban en todas las estaciones, aunque nadie subía ni bajaba, eran incómodos, fríos, asfixiantes, sucios y muy, muy lentos. Recuerdo que en Figueras bajábamos para recoger los contratos, en una ceremonia más que humillante, pues que nos juntaban a todos en un patio y nos iban llamando a una velocidad endiablada, porque éramos muchos y estábamos en tierra extraña y no contábamos, tan solo un nombre y unos apellidos murmurados con celeridad y desprecio en un micrófono, mientras tensábamos las orejas en dirección a los altavoces y corríamos cuando escuchábamos los nombres.
Por motivos de salud no me ha sido posible tomar un avión y, a cambio, he tenido la oportunidad de hacer el trayecto desde Barcelona a París en AVE y ha sido, lo reconozco, una experiencia única, aunque, para ser justos, tampoco le anda tanto a la zaga el Alvia español. Confort, rapidez, puntualidad, silencio y goce de los sentidos frente al espectáculo de la campiña francesa podría ser el resumen de este viaje. Tiempo para leer, para conversar con mi esposa y para admirar el paisaje y, sobre todo, tiempo para comparar, de manera inevitable, aquellos vetustos gusanos de hierro y madera, desahuciados ya en aquellos días y, acaso, peligrosos, en los que nos embarcaban en dirección al exilio laboral pero con el propósito tácito de que trajéramos divisas, ganas de emprender y riqueza a un país herido y pobre, que poco a poco fue irguiendo la testuz hasta comprender que el futuro se ganaba con coraje y con trabajo.
Aunque mi tren de alta velocidad terminaba en el norte parisino, me llevó por algunas de las paradas emblemáticas de mis estancias en el sur francés, desde Narbonne a Nimes y de allí hasta el cielo, que la capital francesa nos ha ofrecido generosa, moderna y europea.
Durante todo el recorrido no podía dejar de pensar en aquellos viajes de mi adolescencia y de mi juventud, en que, por desgracia, ninguno de nosotros vive en el mismo mundo, aunque lo parezca, y que en aquellos mismos instantes miles de niños sirios, mojados y con frío, intentaban pasar la frontera y cumplir con el sueño de su vida. Algo de esos niños había en aquel adolescente de doce años que fue a Francia, por primera vez, en un septiembre remoto y conoció las penas de un viaje interminable.
Mucho de venganza, servida en el plato frío del tiempo, esconden estas palabras con las que, a la vez, rememoro unos días de ventura y de ensueño.
Resulta inevitable, pues, que de vez en cuando le repita a mi esposa aquello, tan entrañable y romántico, que Humpherey Bogart le dice a Ingrid Bergman en la película Casablanca: Cariño, siempre nos quedará París.

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