Pascual García ([email protected])
Ahora que lo escribo se me ocurre que este artículo es solo un pretexto para dejar constancia de que, con motivo del vigesimoquinto aniversario de boda, mi mujer y yo hemos estado en París, a pesar de los días difíciles por los que está pasando Europa y el mundo, pues ya pospusimos el viaje en enero y lo cambiamos por unos días en Córdoba, y París nos seguía esperando, por supuesto. Un viejo sueño, centrado en un gran museo, el Louvre, una cocina suculenta y unos vinos excepcionales, pero, sobre todo, en un cúmulo de Historia, de cultura, de desarrollo y civilización de la que todos nos hemos provisto en estos últimos tres siglos. Muy lejos de decepcionarnos o de dejarnos indiferentes, París nos ha capturado; hallamos una ciudad monumental, pero cercana, rebosante de arte y de cultura, pero vividora, sensual, con la luz cenicienta del norte, pero con el ansia de atrapar todos y cada uno de los rayos lumínicos del día, antigua y moderna, funcional y elegante, cosmopolita y cercana.
Pascual García ([email protected])
Ahora que lo escribo se me ocurre que este artículo es solo un pretexto para dejar constancia de que, con motivo del vigesimoquinto aniversario de boda, mi mujer y yo hemos estado en París, a pesar de los días difíciles por los que está pasando Europa y el mundo, pues ya pospusimos el viaje en enero y lo cambiamos por unos días en Córdoba, y París nos seguía esperando, por supuesto. Un viejo sueño, centrado en un gran museo, el Louvre, una cocina suculenta y unos vinos excepcionales, pero, sobre todo, en un cúmulo de Historia, de cultura, de desarrollo y civilización de la que todos nos hemos provisto en estos últimos tres siglos. Muy lejos de decepcionarnos o de dejarnos indiferentes, París nos ha capturado; hallamos una ciudad monumental, pero cercana, rebosante de arte y de cultura, pero vividora, sensual, con la luz cenicienta del norte, pero con el ansia de atrapar todos y cada uno de los rayos lumínicos del día, antigua y moderna, funcional y elegante, cosmopolita y cercana.
Pero este artículo no pretende reunir de una forma arbitraria mis impresiones, emocionadas y subjetivas, acerca de sus museos, como el d´Orsay, el Musée Rodin o el Louvre, de sus monumentos, como la Torre Eiffel o la catedral de Notre-Dame, de sus hoteles, confortables e íntimos, como el que nos acogió en el Bulevard Raspail, junto al Sena, en el QuartierLatin, de sus taxistas, eficaces y dicharacheros, o de su cocina, profunda y sofisticada. Este artículo es para comparar aquellos viejos y míticos viajes en terribles trenes especiales de vendimiadores, que salían de Murcia a media tarde y llegaban a Nimes o a Montpellier al día siguiente a la misma hora, que permitían el paso a todos los trenes del mundo, paraban en todas las estaciones, aunque nadie subía ni bajaba, eran incómodos, fríos, asfixiantes, sucios y muy, muy lentos. Recuerdo que en Figueras bajábamos para recoger los contratos, en una ceremonia más que humillante, pues que nos juntaban a todos en un patio y nos iban llamando a una velocidad endiablada, porque éramos muchos y estábamos en tierra extraña y no contábamos, tan solo un nombre y unos apellidos murmurados con celeridad y desprecio en un micrófono, mientras tensábamos las orejas en dirección a los altavoces y corríamos cuando escuchábamos los nombres.
Por motivos de salud no me ha sido posible tomar un avión y, a cambio, he tenido la oportunidad de hacer el trayecto desde Barcelona a París en AVE y ha sido, lo reconozco, una experiencia única, aunque, para ser justos, tampoco le anda tanto a la zaga el Alvia español. Confort, rapidez, puntualidad, silencio y goce de los sentidos frente al espectáculo de la campiña francesa podría ser el resumen de este viaje. Tiempo para leer, para conversar con mi esposa y para admirar el paisaje y, sobre todo, tiempo para comparar, de manera inevitable, aquellos vetustos gusanos de hierro y madera, desahuciados ya en aquellos días y, acaso, peligrosos, en los que nos embarcaban en dirección al exilio laboral pero con el propósito tácito de que trajéramos divisas, ganas de emprender y riqueza a un país herido y pobre, que poco a poco fue irguiendo la testuz hasta comprender que el futuro se ganaba con coraje y con trabajo.
Aunque mi tren de alta velocidad terminaba en el norte parisino, me llevó por algunas de las paradas emblemáticas de mis estancias en el sur francés, desde Narbonne a Nimes y de allí hasta el cielo, que la capital francesa nos ha ofrecido generosa, moderna y europea.
Durante todo el recorrido no podía dejar de pensar en aquellos viajes de mi adolescencia y de mi juventud, en que, por desgracia, ninguno de nosotros vive en el mismo mundo, aunque lo parezca, y que en aquellos mismos instantes miles de niños sirios, mojados y con frío, intentaban pasar la frontera y cumplir con el sueño de su vida. Algo de esos niños había en aquel adolescente de doce años que fue a Francia, por primera vez, en un septiembre remoto y conoció las penas de un viaje interminable.
Mucho de venganza, servida en el plato frío del tiempo, esconden estas palabras con las que, a la vez, rememoro unos días de ventura y de ensueño.
Resulta inevitable, pues, que de vez en cuando le repita a mi esposa aquello, tan entrañable y romántico, que Humpherey Bogart le dice a Ingrid Bergman en la película Casablanca: Cariño, siempre nos quedará París.