Ya en la calle el nº 1040

Semana Santa: monumentos y estaciones

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Monumento de Jueves Santo en la iglesia del convento de Santa, Clara de Caravaca. Antes, de la Guerra, Civil

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

José Antonio Melgares Guerrero/Cronista Oficial de la Región de Murcia

La Semana Santa, durante el ecuador del S. XX, época a la que asiduamente nos referimos como la víspera de nuestro tiempo era, en muchos aspectos, muy diferente a la nuestra, aunque muy poco ha variado en otros. Me referiré a continuación a aquellos diferentes, que vivimos «anteayer» quienes entonces éramos niños y hoy peinamos canas o no peinamos casi nada.

Tras el Domingo de Ramos en que se celebraba procesión vespertina, en la que todos los hermanos de las distintas cofradías portaban palmas en sus manos, figurando en el cortejo sólo una imagen: la del Sdo. Corazón de Jesús, en las iglesias locales se iniciaba una actividad febril relacionada con la preparación de los pasos para las procesiones, y con el montaje del Monumento o gran escenografía interior que venía a hacer las veces de sepulcro donde velar al Señor los días de Jueves y Viernes Santo.

El lector entrado en años recordará que los oficios religiosos tenían lugar entonces por la mañana, tanto el jueves como el viernes y también el sábado (entonces denominado «de gloria«). El Jueves Santo, a media mañana tocaban las campanas por última vez anunciando el oficio de la institución de la Eucaristía, y enmudecían después hasta la mañana del sábado. La encargada de anunciar al pueblo los actos religiosos a partir de ese momento era la CARRACA, artilugio de madera que se instalaba días a tras en la torre del Salvador, cuyos golpes secos y apagados se convertían en la voz oficial del triduo sacro.

Al terminar los oficios del Jueves Santo (a los que asistía el Concejo corporativamente), una comitiva oficial, en la que se integraba el Ayuntamiento bajo mazas, la Guardia Civil, la Justicia, el clero y muchos particulares, recorría las estaciones o monumentos instalados en las distintas iglesias a los que a continuación me referiré. Eran los años del denominado «Nacionalcatolicismo», por lo que no resultaba extraño a nadie esa actividad oficial (aunque la costumbre venía de antiguo), en la que algunas damas locales se tocaban con la mantilla española y todos, de luto, invertían las últimas horas de la mañana del jueves y gran parte de la tarde, e incluso la noche, en la visita a los monumentos, en los que, según la mentalidad de la época, estaba depositado el cuerpo muerto de Cristo. En cada visita se rezaba una estación, y quien esto escribe recuerda la potente voz de D. Antonio (el cura Pavero) dirigiendo el rezo en cada una de las iglesias visitadas por la citada comitiva oficial.

Durante la visita a los monumentos instalados en cada una de las iglesias locales y el rezo de la preceptiva estación, era motivo de comentario generalizado la originalidad, dificultades y ornamentación del monumento, que como he dicho, no era sino una escenografía litúrgica, en ocasiones muy aparatosa, que representaba la institución de la Eucaristía y la sepultura del Señor, por lo que también se le denominaba sepulcro. Por la tarde, en los templos, tenía lugar el acto del Lavatorio de los pies a doce pobres de la localidad.

De grandiosos monumentos caravaqueños, conocemos por la documentación histórica el que se instaló durante lustros en la iglesia mayor de El Salvador, fabricado en 1913 por artista hoy olvidado, a quien ayudó el pintor local José Ruiz Sola, a base de lienzos sobre bastidores, soporte de paisajes, figuras aisladas y atrevidas perspectivas arquitectónicas. Los bastidores se armaban entre sí mediante bisagras, clavetas y teleras, quedando anclados a los muros de fábrica por argollas, cuerdas y poleas.

El monumento en cuestión se colocaba en el altar mayor y lo formaban tres telones. El primero o de embocadura, tenía dos grupos de cuatro columnas cada uno, las cuales soportaban un arco de medio punto del que pendía un cortinón a modo de doselete. Todo el conjunto lo remataba una inmensa cúpula pintada, en cuyo vértice figuraban, con la cruz, distintos símbolos de la Pasión.

El monumento de El Salvador se compuso de esta manera durante muchos años, hasta que los telones fueron deteriorándose y se acabó optando por una escenografía más sencilla, cada año diferente, con largas y elevadas escalinatas de madera (que fabricaban los carpinteros Firlaque), debidamente forradas con sábanas y alfombras, que albergaban candelabros, floreros y las típicas escudillas con trigo germinado, símbolo eucarístico y promesa de vida, que luego retiraban quienes las habían aportado.

Desconozco si en las demás iglesias de Caravaca hubo, durante la primera mitad del S. XX, escenografías de esta naturaleza. De haberlas desaparecieron durante la Guerra Civil, en que los templos fueron utilizados para usos no religiosos.

Los monumentos que conocimos los de mi generación fueron estructuras que, aunque complicadas en su ejecución, carecían de decorados. Al monumento llevaba la clerecía la Eucaristía al concluir los oficios del Jueves Santo y allí permanecía hasta la celebración de los oficios del Viernes, comenzando entonces su desmontaje para que nada de él quedara en pie durante el oficio de la Resurrección, a media mañana del sábado, en que al entonar los sacerdotes el Gloria de nuevo volvían a sonar todas las campanas de la torre del Salvador, a las que seguían el resto de las ubicadas en las demás torres y espadañas de la ciudad. Al salir los fieles de dicho oficio tenía lugar en la calle la celebración del festejo del ALELUYA, al que en otras ocasiones me he referido, y en el que por unas perras (gordas o chicas) las clases necesitadas, generalmente braceros y alpargateros, organizaban la marimorena con persecuciones y manteos festivos, para cuya conclusión a veces hubo de participar la fuerza pública.

El Sábado de Gloria no era festivo y en el transcurso de la jornada se preparaba la excursión dominguera del día siguiente, en que entonces más que ahora las gentes marchaban a lugares concretos del campo y huerta a comer la Mona de Pascua.

Las reformas habidas en la celebración de la Semana Santa, incluso antes de la celebración del Concilio Ecuménico Vaticano II, desplazaron los oficios a las respectivas tardes del Jueves y Viernes, y a la madrugada del Domingo. Todo ello, junto a la suavización y decadencia del nacionalcatolicismo relegó al recuerdo la asistencia corporativa del Concejo a las celebraciones del Jueves Santo, dejando de hacerse el rezo de las estaciones de manera oficial. Como se sabe, las gentes practican esta piadosa costumbre ahora, en familia o individualmente, mientras tienen lugar las procesiones de la Virgen Blanca y El Silencio, y con menor intensidad durante la mañana del Viernes, mientras recorre las calles de la ciudad la Procesión General de la Pasión y se produce el Sermón de las Siete Palabras y El Encuentro en la Plaza del Arco.

Las cosas cambiaron a mejor: el monumento es hoy mucho más sencillo concibiéndose no como sepulcro sino como el tiempo en que Cristo estuvo expuesto a su propia detención, negación y escarnio. La visita a los monumentos es voluntaria y el horario de las celebraciones el apropiado tal como sucedió durante la primera Semana Santa de la historia.

A cambio Jueves Santo ya no es «uno de los tres jueves del año que brillan más que el sol…» (como afirma el dicho popular), pues no siempre es festivo. Los monumentos no compiten en esplendor y originalidad, sino que han quedado en simples altares dotados de mayor iluminación y ornato. Y calló durante muchos años la voz sorda de la Carraca, sonido que formaba parte del patrimonio acústico de la ciudad. Esto último, sin embargo, podría recuperarse. Desde aquí lo sugiero a quienes en la actualidad tienen en su mano las riendas de nuestra Semana Santa.

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