Ya en la calle el nº 1040

Se murió Fofó y se nos fue la infancia

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García  ([email protected])
Nunca me gustó eso que de un modo tan altisonante han llamado siempre el mayor espectáculo del mundo, mientras niños y mayores perdían casi la cabeza cada vez que una caravana multicolor entraba en un pueblo o en una ciudad en plena fiFofóesta anunciando por los altavoces las maravillas de acróbatas, domadores y payasos. También es verdad que no he ido más que una vez, de muy crío; una ocasión en que llegó el circo a Moratalla y me llevaron mis padres como en una especie de ceremonia obligada. Como en tantas cosas no he seguido yo la tradición con mis dos hijos, tal vez porque ninguno de ellos ha demostrado nunca el más mínimo interés por este asunto.
Recuerdo de una manera vaga que lo pasé bastante mal en aquella ocasión que cuento,viendo a los equilibristas, los funambulistas y los que se balanceaban de trapecio en trapecio con la naturalidad alarmante de temerarios e ingrávidos atletas por cuya vida no dejé de temer en toda la velada; además, olía a carne podrida y a tigre, aunque yo ignorara por aquel entonces cómo olían los tigres, y el aspecto era cochambroso y pobretón; de manera que todas las promesas de emoción, risas y fantasía quedaron reducidas a un mal rato, una suerte de pesadilla de la que apenas evoco unas cuantas imágenes rotas por el vértigo en una especie de escena cubista de la que yo formaba parte. Quizás me dejé llevar más por el miedo aparente de los espectadores que por el peligro verdadero que corrían los artistas. No sé. El caso es que nome gustó y que no he vuelto nunca.
Resulta curioso, sin embargo, el modo en que un entretenimiento tan popular, tan apegado casi a la calle, al nomadismo y a la aventura de vivir apenas sin seguridad se haya convertido con el paso de las décadas en todo un mito de la libertad y de la ilusión, que los propios protagonistas suelen proclamar de una manera hiperbólica e inverosímil, aunque todos los que acuden a cada una de sus sesiones necesiten entrar en la magia de la exageración, en el juego de las palabras que anuncian los prodigios del Oriente y los misterios de África con la convicción con que el mago Melquiades presentaba el hielo y el imán a los pocos habitantes de Macondo, la maravillosa aldea que el escritor Gabriel García Márquez levantó con palabras en mitad de la selva colombiana.
Ahora que lo pienso, creo que nunca me gustó el circo porque la lona tenía demasiados remiendos, se levantaba mucho polvo, olía fatal y las lentejuelas de las mujeres resultaban tan falsas como la agresividad de las fieras y el valor desmedido del domador de turno. No quiero decir con esto que solo yo descubriera la trampa de todo aquel entramado, pues con el tiempo apenas me he topado con alguien que hubiese disfrutado de verdad con una tarde de circo y que proclamara en voz alta su inclinación por dicho esparcimiento.
Yo era, lo sabría más tarde, un muchacho del cine, incluso de la televisión, que requería de representaciones de un mejor acabado, de un lustre más real, de una tecnología punta que mis hijos hoy ya llevan en el bolsillo con el desparpajo de todos los críos.
Me quedé fuera de aquella idea romántica que pertenecía más a la generación de mis padres, la imagen de un convoy de carros y carretas con jaulas llenas de leones, y mujeres y hombres musculados y sonrientes y payasos tontorrones y apenas graciosos.
Luego vendrían los payasos de la tele, aquellos tres hermanos con los que lo pasamos tan bien durante tanto tiempo.
Y, de repente, se murió Fofó y se nos fue la infancia.

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