Ya en la calle el nº 1040

Sabores y sonidos de Cuaresma y Semana Santa en el Noroeste murciano

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

JOSÉ ANTONIO MELGARES/CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA

La Cuaresma, y sobre todo la Semana Santa, han sido y siguen siendo ciclos celebracionales con tanta personalidad en toda España, qua hasta tienen sabores propios y sonidos especiales que colman los sentidos corporales personales y colectivos. Me referiré al tratar de ellos, al espacio geográfico del Noroeste Regional, zona muy alejada del resto del mundo (hasta la llegada del ferrocarril en 1934 y, sobre todo de la Autovía, coincidiendo con el inicio del nuevo siglo), por culpa de los malos caminos que hasta aquí conducían, por los que tardó, y mucho, en entrar lo que se ha denominado “la modernidad”.

La Cuaresma, como es sabido comienza anualmente el Miércoles de Ceniza, con el que llegan los ayunos y las abstinencias de todo tipo, antes con mayor rigor que ahora. Para preparar los cuerpos a la austeridad cuaresmal, la víspera del Miércoles de Ceniza (martes de carnaval), las gentes del Noroeste y Río Mula usaban y abusaban de las “tortas fritas” o su variante de “buñuelos” (en Caravaca, Bullas y Mula), a veces mojados en chocolate y otras en almíbar, todo de fabricación casera.

Durante la Cuaresma, en los días de abstinencia (miércoles y viernes, y en algunos grupos sociales durante los 40 días de la misma), nada se introducía en el cuerpo que tuviera que ver con la carne de animales bípedos o cuadrúpedos, por lo que las recetas gastronómicas a base de legumbres, arroces, verduras y pescado, son de gran variedad. Los “potajes” de garbanzos, acelgas y bacalao; los “empedrados” vegetales y las empanadas cocinadas de acuerdo a viejas recetas transmitidas oralmente, o por escrito, de abuelas y madres a las hijas, y de éstas a las suyas, han sido y siguen siendo de una abundancia y variedad que bien merecería su estudio y publicación para conocimiento de generaciones futuras. Finalmente, el producto estrella de la gastronomía semanasantera fue, y sigue siendo la “mona de pascua”, de general uso en El Noroeste, en la Región y en toda España, acompañada de gran carga simbólica, durante los días de la Pascua, especialmente el Domingo de Resurrección.

Junto a los sabores de Cuaresma y Semana Santa, no son menos interesantes y dignos de mención y estudio en la Etnografía Regional, los SONIDOS propios de esa época. Entre todos ellos se llevan la mejor parte los tambores de Moratalla y Mula (que junto a otras tamboradas del resto de España, aspiran a figurar en la Lista de la UNESCO como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad). En la primera de las localidades mencionadas, el sonido del tambor se deja escuchar durante el Jueves y Viernes Santo, y también durante el Domingo de Pascua. En Mula desde las cero horas de Miércoles Santo hasta la hora de la procesión vespertina. También durante el Viernes Santo y, así mismo, desde el medio día hasta el anochecer del Domingo.

El origen de las tamboradas de Moratalla y Mula y las que por emulación se organizan recientemente en lugares de nueva implantación como Cieza y Las Torres de Cotillas, aunque se empeñe la moderna investigación en buscar sus raíces en contestaciones decimonónicas de tinte liberal a la ortodoxia tradicional, sigo manteniendo que hay que ir más lejos en el tiempo y buscarlas en la adhesión del pueblo al denominado “Oficio de Tinieblas” que tenía lugar en los templos poco antes de las tres de la tarde de cada Viernes Santo, ceremonia en el transcurso de la cual, tras irse apagando cada una de las siete luces del tenebrario (coincidentes con las Siete últimas Palabras del Redentor en la Cruz), los clérigos abatía sus asientos ostensible y ruidosamente, arrojaban los libros corales al suelo y hasta sonaba la “carraca” del templo, accionada por el sacristán o ministril de turno; todo ello rememorando el terremoto que siguió a la muerte de Cristo. Aquel oficio mencionado, denominado “de Tinieblas”, era muy del gusto popular, por lo gestual y sensual del mismo, y las gentes no tardaron en incorporarse en la calle, al ruido producido por la clerecía en el interior del templo, siendo esa la teoría más antigua sobre el ritual de las tamboradas semanasanteras. Luego, con el transcurso de los tiempos, no niego yo que hubiera otros motivos de tinte transgresor, que intervinieran en la nueva organización de las tamboradas, a lo largo del S. XIX.

Sea uno u otro el origen primitivo, y sea cual fuere el devenir de las tamboradas hasta llegar a nuestros días, lo cierto es que el redoble del tambor en Moratalla y Mula es uno de los sonidos más peculiares de la Semana Santa, y no sólo en las comarcas murcianas del Noroeste y Río Mula, sino en toda la Comunidad Autónoma.

El último de los sonidos que caracterizaron la Semana Santa en las comarcas referidas fue el de la “Carraca” o “Matraca”, artilugio de madera, instalado en las torres y en el interior de los templos, que sustituía a las campanas en la llamada a los fieles a los oficios semanasanteros, durante las horas que transcurrían entre las celebraciones matinales del Jueves Santo y de la Resurrección en la mañana del Sábado. Carracas de esta naturaleza conoció este Cronista en la torre del Salvador de Caravaca durante los años del ecuador del pasado siglo; y el historiador moratallero Jesús Navarro Egea, en documentado estudio de 2014, da cuenta de las “matracas” de Moratalla según viejos informantes le relataron. La mayoría de estos instrumentos artesanales no sobrevivieron a los desastres de la guerra civil; y los que sobrevivieron entonces, fueron víctimas de unas pretendidas “normas” que nunca existieron, atribuidas al Concilio Ecuménico Vaticano II.

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